“Cosas de niños”

Stembricher era alto, rubio, de ojos celestes. Tocaba un instrumento de viento (creo que el clarín) en la banda de música de la ciudad de Nogoyá. Un año quizás mayor que yo
–por entonces contaba con 10 pirulos–, era un gurí fachón. Ambos cursábamos el cuarto grado en la Escuela Primaria Coronel Barcala de la ciudad citada, y nuestra maestra era la seño Abdala (todavía hoy la recuerdo canturreando “L’ucchellino dell’Azzurro” en su versión española, durante los recreos). Un buen día, la seño nos toma asistencia y se retira del aula por unos minutos. Stembricher me mira y dice: “¿Vamos a hacernos la rabona?”. Entonces yo, que nunca antes fui transgresor ni mucho menos, dudé un instante y le respondí: “Bueno, dale…”. Así fue que nos escabullimos y rumbeamos para el lado de los puentes, a pasar la tarde, munidos de portafolios (entonces no se conocía la mochila) y habiéndonos sacado los respectivos guardapolvos, dos niños de escasos diez años en un arroyo de aguas marrones y apariencia mansa. Stembricher me dice: “¿Vamos a darnos un chapuzón?”. “No sé nadar”, le respondí. “Bueno, allá vos, yo me voy a refrescar un rato”. ¿Sabés nadar? “Pufff, ¿sabés quién le enseñó a Mojarrita? Además acá es playito”. Dicho esto se quitó la ropa, quedando en calzoncillos, y se adentró en las tranquilas aguas del arroyo Nogoyá. Habrá caminado unos veinte pasos cuando desapareció de la superficie. A los pocos segundos reapareció a los manotazos y expulsando agua hasta por las orejas. Confundido, atónito e imaginando que se trataba de una broma, le dije: “No jodas Stembricher, no es gracioso”. Volvió a sumergirse el susodicho en las marrones aguas, y ahí caí en la cuenta de que no se trataba de una chanza. Yo comencé a gritar, pero nadie me escuchaba; estábamos solos, nos habíamos hecho la rabona, mi amigo se estaba ahogando y yo no sabía nadar. En ese instante sólo pensé en mí más que en la vida de él. Imaginé las represalias que me cabrían por mi accionar imprudente (eufemismo que traducido literalmente sería algo así como “terrible paliza”). Entonces, con toda la precaución del caso, me adentré en las aguas, estiré el brazo mientras Stembricher manoteaba desesperado y, milagrosamente, se fue acercando a la orilla. Yo le tomé la mano y comencé a acercarlo, lentamente, a la gramínea que crecía a la vera del arroyo. Exhausto, Stembricher permaneció unos minutos jadeante, recostado en la orilla, hasta que alcanzó a recuperar el aliento para balbucear algo así como: “Gracias, loco”. Nunca supe nada más de él, nos separamos por esas cosas de la vida, pero en ocasiones lo evoco.

Albérico Martín Cáceres

DNI 11.047.612

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