Adolescentes y discapacidad: aceptar y crecer

Si transitar la adolescencia ya es de por sí suficientemente difícil y complejo, imagine, estimado lector, cuán doloroso puede ser descubrir, al mismo tiempo que cambian el cuerpo, ideas, relaciones, que uno carga con una discapacidad. Y digo descubrir no pensando en una discapacidad que se manifiesta por accidente o enfermedad, sino que a esa edad es cuando se comienza a tomar consciencia de lo que se traía de antes. A darse cuenta. Como si el/la joven de pronto recibiera de parte de sus padres el testigo que hasta entonces cuidaban y protegían ellos.

No necesito buscar a quien entrevistar para hablar de esto porque el tema lo llevo conmigo. Comencé a perder audición en forma progresiva alrededor de los cinco años. No recuerdo que entonces me haya afectado. Hasta que inicié el secundario y adolescencia e hipoacusia se combinaron del tal manera que todo se descolocó a mi alrededor.

En una época en la que ni siquiera existían los términos integración ni inclusión, portar un déficit significaba ser señalada y discriminada. Las pocas veces que me animé a decirle a otra persona, sobre todo a profesores, que no escuchaba bien, que por ejemplo no podía escribir (mirar la carpeta) y escuchar (mirar a la cara) al mismo tiempo, o que necesitaba que me repitieran algo, el trato que recibía cambiaba tanto, como si los demás dejaran de esperar algo de mí, como si mi capacidad intelectual mermara de pronto, que aprendí que lo mejor era callarme y aparentar. O sea: no volví a decir qué me pasaba. A nadie, ni joven ni adulto. Y adquirí estrategias de supervivencia que recién ahora puedo enumerar y comprender. Con mis pares no lo pasé mejor. En un muy buen libro titulado “La vida en sordina”, el escritor inglés David Lodge cuenta cómo comenzó a perder la audición y dice: “La sordera es cómica, así como la ceguera es trágica”. Tiene razón. Confundir las palabras, dar una respuesta que no corresponde, repetir ¿qué?, ¿qué?, provoca mucha vergüenza propia y risas del otro lado. Si a eso se suma la falta de aceptación propia y el desconocimiento ajeno (yo no decía), se hace sencillo entender que mi vida social no fue la que hubiera soñado. Era una joven que no era sorda ni oyente, viviendo en un universo en el que no conocía a nadie más como yo. Así que salté de amigo en amigo y sólo deseé que aquel mundo en el que la identidad propia dependía del grupo de pertenencia pasara rápido. Crecer.

En su excelente ensayo “Estigma”, Erving Goffman habla sobre la inseguridad, la ansiedad y la deficiencia en el sistema del yo que crea la consciencia de inferioridad frente a los demás. Hasta que el joven con discapacidad no se enfrenta al otro no puede saber con qué actitud será recibido, si de aceptación o de rechazo. Este panorama resulta una mochila extra y pesada para quien transita la adolescencia, y por eso aquí retomo mis ideas, me parece fundamental y necesario que los adolescentes con discapacidad compartan actividades (deportes, talleres creativos, lo que fuera) con otros chicos con discapacidad, aun si concurren a escuelas corrientes y están, como gustan decir padres y docentes, integrados, incluidos.

Ahora sí, dejo de hablar de mí para pasar a C. Ella es adolescente hoy, tiene trece y el conocerla me llevó a preguntarme: ¿qué cosas han cambiado en todos estos años? ¿A ella le ha ido mejor que a mí en el aspecto social?

A C. la conocí en medio de una feria del libro escolar, a mí me tocaba leer un cuento en la sala de cinco años y sus maestras me la señalaron como una feliz coincidencia: era hipoacúsica como yo. Desde ese momento no pude sacarle los ojos de encima.

Los chicos y yo nos sentamos en el suelo, en ronda, y comencé la lectura. C. no me miraba. Tampoco estaba a mi lado. Jugaba con algo sobre el piso y así pasó el rato. Cuando son tranquilos, y como su discapacidad no se ve, los chicos con déficit auditivo pasan desapercibidos. Pero yo supe que C. no había escuchado el cuento y que las docentes a cargo no sabían o no se preocupaban por entender de qué modo sí podría haber participado. Conocí luego a la madre de C., le di un par de consejos no solicitados y nos mantuvimos en contacto. C. recibió todo lo necesario: implante coclear, rehabilitación. Resultó ser histriónica, simpática, buena alumna y era parte del grupo en los primeros años de primaria. Por supuesto, y al contrario de lo que había vivido yo, toda la comunidad educativa estaba enterada de su situación. Hasta que hace poco su madre me contó que C., que estaba terminando séptimo grado, ya no se sentía tan a gusto en el colegio, entre sus amigas. Antes sus compañeras eran su apoyo, pero ahora, que habían ingresado a la época de los secretos y los cuchicheos y ya no había juegos sino conversaciones, C. se perdía y las demás no tenían paciencia para repetirle cada palabra, contarle qué estaba sucediendo, o simplemente no podían hacerlo, ¿cómo cortar a cada momento una conversación espontánea para repetir a uno de los miembros lo que se dice? Así fue como C. empezó a alejarse un poco y se refugió en otras actividades. Yo sugerí y rogué a la madre que le permitiera conocer a otros chicos hipoacúsicos, pero no hubo caso. Cada padre quiere que su hijo sea “normal” y esté con chicos “normales”, como si aquello existiera, y temen que su hijo con discapacidad se “contagie” de los modos de otros chicos con discapacidad. Por ejemplo, y en este caso, que comiencen a utilizar la lengua de señas argentina o dejen de hablar. En definitiva, temen que hagan una búsqueda propia que los acerque más a la aceptación y conocimiento de su discapacidad si existe el riesgo de que se alejen del mundo al que ellos, los padres, esperan que pertenezca.

Entonces… ¿han cambiado las cosas? Sí. Ahora se habla del tema, se conoce, se hace público. Yo ahora puedo decir que soy hipoacúsica y recibir el trato que merezco sin condescendencia. Hay más oportunidades de todo: educativas, laborales, recreativas. También enormes avances tecnológicos. Pero hay cosas que nunca cambian: el camino lo debe recorrer uno mismo, nadie más. Y no queda otra que transitar la adolescencia y resistir, sufrir un poco. Y finalmente, aceptar y crecer.

Hasta que el joven con discapacidad no se enfrenta al otro no puede saber con qué actitud será recibido, si de aceptación o de rechazo.

Cada padre quiere que su hijo sea “normal” y esté con chicos “normales”,como si aquello existiera.

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Hasta que el joven con discapacidad no se enfrenta al otro no puede saber con qué actitud será recibido, si de aceptación o de rechazo.

Cada padre quiere que su hijo sea “normal” y esté con chicos “normales”,como si aquello existiera.

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