Amo y señor

Redacción

Por Redacción

Mirando al sur

La muerte del dictador Fidel Castro ha provocado toda clase de manifestaciones de adoración. De entre las cientos de columnas, la más representativa, en mi opinión, fue la que publicó el matutino “Página/12”, de la pluma de la actriz Luisa Kuliok, cuyos últimos párrafos literalmente rezan: “Como en nuestra propia muerte, así dicen que es, en un minuto, o menos, la película íntima de nuestra propia vida confirma por vez infinita que respira atravesada por tu ser. Felicidad del tiempo que me parió cuando nos naciste al mundo. Nuestros brazos tendidos como una gran bandera latinoamericana te sostienen y te elevan, comandante, en tu último acto poético: el legado. Hasta la victoria siempre, amado Comandante (y aunque no quiera, lloro)”.

Esa sensación de ser poseída por parte de un héroe superior, de completud absoluta, de recepción extasiada del supremo líder político, parece permear casi todos los artículos apologéticos sobre Castro. En un programa de radio, a pocos días de la muerte del tirano, el jefe de gobierno Horacio Rodríguez Larreta definía como un fracaso el castrismo en Cuba. Una periodista se lo discute y asevera: “Haití, un país cercano, está mucho peor que Cuba”.

La comparación me resulta preocupante. ¿La penosa situación de Haití puede utilizarse para justificar la dictadura castrista? ¿La Cuba de Batista era peor que el Haití 2016? Seguramente algunos índices de la Cuba batistiana superaban a los del actual Haití, ¿por eso deberíamos defender a Batista?

Haití fue conducido con mano de hierro por el dictador Francois Duvalier desde, casualmente, 1957 –la revolución cubana es de 1959–, sucedido por su mismo apellido, en este caso su hijo, Jean Claude, en 1971, como a Fidel lo sucedió Raúl. Las similitudes se terminan en los 90, cuando una serie de golpes y contragolpes militares terminan en un raquítico intento de elecciones democráticas en Haití, que languidecen hasta el día de hoy. El fracaso de Haití no es el fracaso del sistema democrático, es la comprobación del mal perdurable que provocan las dictaduras. Nadie sabe qué tipo de salida autónoma y relativamente democrática podría ocurrir en Cuba cuando el hermano menor de Castro finalmente suelte el poder, ya sea por incapacidad política o física. Pero definitivamente eso no querrá decir que a Cuba le viniera mejor la dictadura de los Castro. En el noventa por ciento de los países de habla hispana se vive mejor que en Cuba, en cualquier disciplina en que se los compare. Los años que han perdido los cubanos, la restricción para acercarse al mundo intelectual y tecnológico de la mitad del siglo XX y principios del XXI, son un pecado que ya no se le podrá cobrar en vida a su dictador. Uno de los grandes fracasos de la democracia latinoamericana, como región que nació de la libertad sostenida en la década de 1980, es no haber sido capaz de expulsar de su trono a los tiranos Castro. De nada vale festejar la muerte; la muerte no debe festejarse nunca. Sí lamentar que haya muerto en el poder. En ese aspecto es similar al fracaso europeo respecto del tirano Francisco Franco, tan similar al propio Castro. La peligrosidad de la comparación con Haití es que permite justificar todo tipo de dictaduras, incluso más sanguinarias que la de los Castro: si la economía pinochetista resultó más exitosa que la haitiana, ¿eso nos debería predisponer favorablemente hacia Pinochet? ¡Jamás! La democracia no sólo ha demostrado resultar, aún imperfecta, más garante de prosperidad a largo plazo que cualquier dictadura, también es una cuestión de principio: defender la libertad no es un cálculo de plazo fijo, de tal o cual suba o baja en el precio de las materias primas. Es el tipo de vida que queremos llevar mientras resolvemos nuestros problemas. Pero yendo a los términos más concretos, Cuba ha resultado un disparate en todos los órdenes: las viviendas son en muchos casos paupérrimas, la alimentación es deficitaria, la educación es insular, sin acceso al intercambio con las democracias más avanzadas; el modo de organización político y social semeja un gran jardín de infantes, como llamó María Elena Walsh a nuestro país durante la época de la dictadura. No en vano Castro fue el representante principal del orbe soviético en Hispanoamérica, y aprobó sin rechistar el apoyo de este bloque a la dictadura argentina, desde sus inicios, hasta su patético final, con una especial colaboración en armas durante el aquelarre de Malvinas.

Después de esta serie de evidencias, ¿qué puede llevar a tantos intelectuales, artistas y periodistas a cantarle loas al dictador más longevo de Latinoamérica? La misma admiración que sentía el personaje interpretado por Luisa Kuliok por Arnaldo André en la telenovela “Amo y señor”, cuando éste la abofeteaba sin piedad. Es la atracción por el sometimiento, o el rechazo a las zozobras de la libertad.

Uno de los grandes fracasos de la democracia que nació de la libertad sostenida en la década de 1980, es no haber sido capaz de expulsar de su trono a los tiranos Castro.

De nada vale festejar la muerte; no debe festejarse nunca. Sí lamentar que haya muerto en el poder. Es similar al fracaso europeo respecto del tirano Franco.

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Uno de los grandes fracasos de la democracia que nació de la libertad sostenida en la década de 1980, es no haber sido capaz de expulsar de su trono a los tiranos Castro.
De nada vale festejar la muerte; no debe festejarse nunca. Sí lamentar que haya muerto en el poder. Es similar al fracaso europeo respecto del tirano Franco.

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