Cuentito de vacaciones (con hijos)

mirando al sur

Cada año, en diciembre, B. inicia lo que ella llama el “proyecto vacaciones”. Su esposo y ella tienen libre la segunda quincena de enero, y se van afuera entre cinco y diez días (antes eran catorce, fijos) según la crisis económica de turno. Por eso lo mejor es buscar un departamento en alquiler con tiempo, cosa de no terminar a treinta cuadras de la playa o de tener que compartir los cuatro un único ambiente. En cuanto a la elección del lugar, será en el mismo municipio de la costa argentina en la que veranean desde hace varios años. Un lugar que ella detesta pero en donde sus hijos se encuentran con amigos y salen, están de buen humor. Para qué son las vacaciones, si no para que las disfruten los hijos. Ya llegarán, se dice B., los tiempos de pensar otra vez en la pareja, de hacer turismo cultural, de conocer otras ciudades, otros continentes. Pero no todavía. El solo pensar en arrastrar a sus hijos, ahora de 15 y 19 años, por museos y catedrales le provoca un ataque de risa y de pánico al mismo tiempo. Ya lo intentó en donde viven, los llevó a los museos que ama y a los sitios que la motivaron a estudiar el profesorado de Historia, y los chicos montaron tales escenas de aburrimiento, impaciencia y desinterés que “nunca más”, se prometió. Así que a la costa, un lindo departamento de dos ambientes a pocas cuadras del mar y a otra cosa.

Pero este año algo sucede. Viendo ofertas de alquiler, B. siente llegar la primera crisis. La angustia se abre paso de a poco, la va invadiendo como esas ideas persistentes que te insisten con que estás haciendo todo mal, que es tu culpa, que te lo merecés. Y así como el Fantasma de las Navidades Pasadas se le presenta al personaje de “Un cuento de Navidad”, de Charles Dickens, a B. se le instala delante de sus ojos el Fantasma de las Vacaciones Pasadas y le recuerda lo que ella se ha esforzado en olvidar: que la pasó para la miércoles.

El año pasado B. había conseguido un hermoso departamento y se habían dado el lujo de quedarse allí por diez días. Pero el infierno comenzó en cuanto tomaron la autopista. Sus hijos habían dejado de tolerarse hacía tiempo pero, cada uno ocupado durante el año con sus actividades y amigos, lo habían disimulado bastante bien. Hasta ese momento en que debían convivir dentro de un automóvil que viajaba a 100 kilómetros por hora y del que nadie podía tirarse así nomás. Ahora B. recordaba: los chicos se habían peleado, agredido e insultado durante las tres cuartas partes del recorrido. De a ratos, por suerte, se habían dormido al mismo tiempo. Al llegar al lugar elegido, el mayor no se quedó ni para ayudar a bajar su bolso. Cerró la puerta del auto de un portazo, maldijo el hecho de haber nacido en esa familia y se fue en busca de sus pares. Desde ese día y hasta terminadas las vacaciones la rutina del muchacho fue la siguiente: despertar a las cinco de la tarde para ir a la playa con los amigos, regresar para cenar (para no gastar su dinero en comida) y volver a salir hasta la seis o siete de la mañana. B. sólo lo vio despierto para la hora de la cena, y eso fue todo lo que supo de su primogénito en esas vacaciones: que estaba vivo y que, por lo menos, comía una vez al día. Con el menor las cosas fueron algo distintas y algo mejores. Iba a la playa con ellos pero sólo para dejarles su mochila y luego buscaba a sus amigos, con quienes pasaba el resto del día hasta la cena. Más tarde salía otra vez y el padre lo buscaba alrededor de las 2 o 3 de la mañana. B. lo veía cada tanto en la playa. A veces el hijo con los amigos aparecían en su sombrilla, saludaban, atacaban todo lo comestible y bebible que hubiera y volvían a irse. Pero esos instantes de relación le hacían sentir a B. que alguien todavía la quería. O por lo menos no tenía vergüenza de mostrarse junto a ella.

Esas vacaciones, para B., podían contarse bajo el título: “Cómo sobrevivir al nido vacío con los hijos viviendo bajo el mismo techo”. Porque B. acababa de descubrir que había dejado de tener hijos para cuidar durante esos días. Y si no era madre de nadie, ¿quién era? Y si su tarea no era velar por otros, ¿para qué servía? Y si nadie la necesitaba, ¿cuál era el sentido de todo? A B. los días se le hicieron larguísimos (además, recordemos, odiaba ese lugar, no se bañaba en el mar y no tenía amistades allí) sin tener a quién vigilar para que no se perdiera, no se ahogara, no se achicharrara bajo el sol. Sin tener con quien jugar en la arena, al chinchón, a la paleta. Sin alguien a quien llevar a ver a los pescadores o ayudar a trepar las rocas de las escolleras. Sin búsqueda de caracoles ni helados derretidos. O sea, un verano con hijos pero sin hijos. Y lo peor es que eso había sucedido de un año al otro, no lo había previsto, no se había preparado. Aquel verano B. se había sentido más perdida y desamparada que nunca, ¿y ahora lo iba a repetir? Por un momento deseó dejar a sus hijos solos en la casa, con la heladera llena, e irse con el esposo a cualquier otro lado. Pero los chicos todavía esperaban esas vacaciones, y claro que volverían a hacer su vida y a abandonarla y a hacerla sentir que ya no era madre de nadie y que todo había durado demasiado poco. Para colmo, recordó B., el año pasado se había obsesionado con una familia a la que veía a diario en la playa. Una familia con dos hijas adolescentes que se quedaban a leer cerca de sus padres y jugaban con ellos al truco y conversaban. ¿Eso era así porque eran mujeres? ¿O tal vez los padres eran tan castradores que nos les permitían tener vida propia? ¿Qué tenía esa familia que la suya no? ¿Qué había hecho mal? Tal vez el Fantasma de las Vacaciones Futuras le diera alguna pista. Pero ahora no quedaba más que prepararse para nuevos días horribles. Porque para eso uno es padre, para sufrir el año completo, vacaciones incluidas, en dos ambientes con vista al mar.

Para qué son las vacaciones, si no para que las disfruten los hijos. Ya llegarán, se dice B., los tiempos de pensar otra vez en la pareja, de hacer turismo cultura…

Los chicos se habían peleado, agredido e insultado durante las tres cuartas partes del recorrido. Al llegar al lugar elegido, el mayor no se quedó ni para ayudar a bajar su bolso.

Datos

Para qué son las vacaciones, si no para que las disfruten los hijos. Ya llegarán, se dice B., los tiempos de pensar otra vez en la pareja, de hacer turismo cultura…
Los chicos se habían peleado, agredido e insultado durante las tres cuartas partes del recorrido. Al llegar al lugar elegido, el mayor no se quedó ni para ayudar a bajar su bolso.

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