Dos historias de bullying

Mirando al sur

En la columna anterior, “Padres hablando de bullying” traté de expresar, con forma de guión y un toque de humor (que no hay que confundir con liviandad), dudas e incertidumbres que vivimos los padres a la hora de hablar de bullying. Porque… desde que el mundo es mundo siempre hubo chicos que pelearon, se burlaron de otros, discriminaron. Nosotros, adultos, lo vivimos y sufrimos cuando nos tocó. Y en general nos la aguantamos sin contar siquiera a padres o docentes lo que nos estaba pasando. En parte porque sospechábamos que ellos no podrían hacer nada. O por vergüenza, o porque se esperaba de nuestra generación que hiciéramos frente al agresor o que lo soportáramos hasta poder decir, muchos años después: “Así me hice más fuerte”.

¿Qué fue entonces lo que cambió? En verdad, mucho. Jóvenes sin control, sin límites claros, excedidos de estímulos e información, con enorme cantidad de ejemplos a su alrededor de violencia y prepotencia y gran necesidad de hacerse notar abusan de chicos más débiles por control y poder. Y lo hacen de forma sistemática y sostenida, usando a su favor las redes que multiplican esos comportamientos y, muchas veces, lo festejan. Por eso no es lo mismo hablar de acciones aisladas en el pasado (aunque claro que hubiera sido mejor buscar ayuda) que de esta cuasi epidemia de abusos (por cuestiones físicas, religión, nacionalidad; en la escuela, el club, a través de redes, etc.) que, es verdad, no siempre terminamos de comprender.

Para ver el tema desde el otro lado, esta vez tocan dos historias:

G. tenía 13 años y no tenía dificultad para hacer amigos y era muy querido por pares y adultos. Hijo de una familia de clase media, al finalizar sus estudios en un colegio público se decidió que debía continuar el secundario en una escuela privada. Ese fue, se supone (a veces uno tiende a simplificar razones sólo porque no se puede saber qué más hay debajo de aquello), el disparador de todo. De pronto, G. era el nuevo (los demás chicos de su división habían cursado la primaria en la misma institución), el “otro” que venía de un mundo que sus compañeros identificaron como “la villa”. Por lo tanto, G. pasó a ser “el villero”. A la discriminación por ser el nuevo se sumó, entonces, una discriminación de clase y origen. G. perdió su nombre para pasar a ser “el villerito”, cosa que venía acompañada de burlas y prejuicios que fueron alimentándose a sí mismos: “el villerito” no podía compartir el almuerzo con los demás porque no tenía dinero para comprar su comida, “el villerito” tenía mal olor, “el villerito” intentaba imitarlos pero no le salía. Esto no hubiera cambiado nada si G. hubiera vivido verdaderamente en un barrio humilde o en su departamento de tres ambientes de su barrio coqueto (aunque hubo un adulto que dijo que, en el caso de provenir de una villa, G. por lo menos hubiera demostrado “orgullo villero”).

A poco tiempo de iniciadas las clases, los padres de G. notaron cambios en su conducta (estaba retraído, triste; tenía rabietas en su hogar, había dejado de estudiar). Pudieron reconocer el problema y G. fue cambiado de división. Para muchos compañeros, sin embargo, G. continúa siendo “el villerito”, pero dicen que lo llaman así de modo cariñoso. Y G. lo soporta. No sabe qué otra cosa puede hacer.

¿Fue este un caso de bullying? Sí, absolutamente. Un grupo con poder y control estigmatizó a un compañero más débil (por ser el nuevo, por no tener aún amigos, por provenir de otro ámbito), y este comportamiento se mantuvo y creció a lo largo del tiempo produciendo sufrimiento en el adolescente abusado que no pudo hacer nada para revertir la situación, frente a docentes que dijeron no estar al tanto de lo que pasaba.

Segunda historia: L. tenía 11 años cuando decidió aprender hockey sobre césped y se anotó en el equipo de su club. L. era amiga de la mayoría de las chicas del equipo y desde el primer día realizó las prácticas con las demás sin inconvenientes. Pero a la hora de competir, la capitana la dejaba sistemáticamente en el banco de suplentes y el resto del juego transcurría como si L. no estuviera allí.

Enterada del hecho, la madre de L. se acercó a conversar con la entrenadora, quien le quitó importancia al asunto. Dijo que eran cosas de nenas, que la capitana debía entrenar su conducción, que L. ya jugaría. Pero el momento no llegaba. Y como L. no jugaba “de verdad”, tampoco participaba de los festejos por los éxitos ni la llamaban al momento de discutir movimientos y estrategias, como si, otra vez, no estuviera allí.

El resto de las compañeras del equipo no manifestaba ningún problema con L. La amistad se mantenía, fuera del horario deportivo seguían compartiendo actividades, pero cuando se trataba de hockey todas seguían obedientemente las directivas de su capitana sin percatarse de las diferencias que ésta hacía.

¿Es esto bullying? Sí. Hacer un vacío a un compañero, aislarlo, es una forma de abuso (control y poder sobre otro) y no se pueden buscar explicaciones porque no siempre las hay.

Con el correr de las semanas L. comenzó a sentir que algo estaba haciendo mal, que no valía, que si no le permitían jugar era porque no era buena para el deporte, y esto la llevó a abandonar la práctica.

Los adultos responsables no consideraron (o no supieron hacerlo) que esto fuera una situación de acoso y no se tomaron medidas. L. no volvió a anotarse en ningún otro deporte.

Éstas son sólo dos historias de las muchas que padres, docentes y hasta los mismos chicos me han compartido. La pregunta ahora es: si uno reconoce la situación de abuso, si es testigo o es informado, ¿qué debe hacer? En primer lugar, tomar conocimiento, aprender, asesorarse (llamar a terapeutas, especialistas), investigar. Tomar consciencia de la problemática y de la profundidad de la misma. En segundo lugar, actuar en conjunto padres, profesores y otros adultos a cargo. Abrir espacios de contención y de escucha. Iniciar acciones para y con los jóvenes, que pueden ser charlas con especialistas, con chicos que pasaron experiencias similares, ver películas sobre el tema y luego debatirlas, entre otras ideas. Y no interrumpir estas tareas una vez que el problema puntual haya pasado. Seguir hablando, dejar en claro las consecuencias de los actos, estar para ellos, para el que es acosado y para el que acosa. Esto sucede de verdad, es serio, es difícil, y lo que nunca se debe hacer es mirar para otro lado.

No es lo mismo hablar de acciones aisladas en el pasado (aunque claro que hubiera sido mejor buscar ayuda) que de esta cuasi epidemia de abusos.

Si uno reconoce la situación de abuso, si es testigo o es informado, ¿qué debe hacer?
En primer lugar, tomar conocimiento, aprender, asesorarse.

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No es lo mismo hablar de acciones aisladas en el pasado (aunque claro que hubiera sido mejor buscar ayuda) que de esta cuasi epidemia de abusos.
Si uno reconoce la situación de abuso, si es testigo o es informado, ¿qué debe hacer?
En primer lugar, tomar conocimiento, aprender, asesorarse.

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