Dujovne, en la picota

Según lo veo

Ya antes de iniciar formalmente su gestión como ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne juró que nunca se le ocurriría hacer nada tan feo como aplicar un ajuste. Tenía sus motivos. Aquí abundan los presuntamente convencidos de que los resueltos a reducir el gasto público son forzosamente sádicos ultraderechistas a quienes les encanta hacer sufrir al pueblo. Para los que piensan así, la salida del “keynesiano” Alfonso Prat Gay y la llegada del supuestamente más “ortodoxo” Dujovne significan que los macristas, amigos ellos del capitalismo salvaje, están por someter al país a un régimen fiscal despiadado.

De tomarse en serio los argumentos esgrimidos por los contrarios por principio a cualquier ajuste, por limitado que fuera, en la selección económica nacional no hay lugar para un arquero. Será por tal razón que se ha acostumbrado a perder todos los partidos por goleada. En efecto, luego de haber jugado –hace un siglo, es verdad– en la primera división mundial, en la actualidad el país compite en la quinta y, a menos que mucho cambie en los meses próximos, correrá peligro de descender a la sexta donde están Bolivia y Venezuela. Tanto Dujovne como el DT Mauricio Macri entenderán muy bien que les convendría incorporar un arquero al equipo, pero no se animan a hacerlo explícitamente por miedo a la reacción de la hinchada.

Se trata de una desventaja mayúscula que, una y otra vez, ha resultado ser insuperable. El gobierno de Néstor y Cristina procuró solucionar el problema planteado por la fobia difundida a los ajustes falsificando las estadísticas; si hay uno en marcha, que nadie se entere. Otros se resignaron, con mayor franqueza, a la imposibilidad de ajustar para entonces endeudarse hasta el cuello o dejar suelta a la inflación con la esperanza de que tanta heterodoxia sirviera para estimular la economía.

Aunque el gobierno de Macri no es partidario de la teoría de que la inflación puede ser saludable, sigue apostando a que inversores de los países ricos le den toda la plata que necesitaría para no verse obligado a reducir el gasto público antes de que hayan surgido millones de empleos “de calidad” para los muchos que, para sobrevivir, hoy en día dependen de la benevolencia estatal. Es una fantasía, claro está, pero si tiene suerte las ilusiones en tal sentido le permitirán mantenerse en el poder por algunos años más.

Una pequeña minoría de excéntricos aparte, los políticos, economistas e intelectuales del país se las han ingeniado para persuadirse de que la Argentina cuenta con recursos financieros inagotables y que por lo tanto le corresponde al gobierno de turno privilegiar las demandas sociales sin preocuparse por algo tan miserable como los números que, según parece, son congénitamente neoliberales. Les es fácil pensar así porque los profesionales de la política y quienes los asesoran tienen ingresos que son comparables con aquellos de sus homólogos europeos, mientras que los intelectuales, que suelen ser de formación izquierdista, se han habituado a atribuir todos los males a la perversidad liberal. Individuos sensibles, a todos les parece terrible que en el “país rico” de sus sueños casi la mitad de la población viva por debajo o, a lo mejor, algunos centímetros por encima, de una línea de pobreza nada generosa, pero se resisten a reconocer que modificar dicha realidad sería sumamente difícil.

A Macri le gusta hablar de lo bueno que sería ver proliferar puestos de “trabajo de calidad”, nada del clientelismo que es apto sólo para lo que Prat Gay llama “la grasa militante”, además de hombres y mujeres de nivel educativo deficiente desde el punto de vista de los empresarios del sector privado; pero sucede que, en el caso nada probable de que una marejada inversora posibilitara la creación de una multitud de empleos “de calidad”, muy pronto se descubriría que escasearían los capaces de aprovecharlos.

Tal y como están las cosas, un eventual salto productivo como el imaginado por Macri requeriría la importación masiva de mano de obra debidamente calificada. Para cuadrar el círculo así supuesto, dice que “la educación es la herramienta central que va a hacer la diferencia, para que vayamos reduciendo la pobreza”. Está en lo cierto el presidente, pero aun cuando el gobierno lograra revertir la decadencia del sistema educativo nacional, lo que en vista de la militancia de los sindicatos docentes sería un auténtico milagro, tendrían que transcurrir algunos años antes de que los cambios se hicieran sentir. Mientras tanto, el país tendrá que conformarse con una economía poco productiva porque una más eficaz no precisaría el aporte de una proporción muy grande de los trabajadores actuales, una proporción que, merced al incesante progreso tecnológico, parece destinada a crecer.

La aversión a los ajustes, o sea, a la disciplina fiscal, ha hecho de la Argentina el país inflacionario por antonomasia. Otros, como Alemania, Hungría, Grecia y últimamente Venezuela, han experimentado estallidos esporádicos aún más espectaculares que los desatados aquí, pero ninguno ha conseguido figurar tantos años entre los primeros. Por razones políticas y, es de suponer, humanitarias, el gobierno actual ha optado por una estrategia gradualista, pero para tener éxito tendría que conservar el apoyo del grueso de la población, algo que, según parece, le impide tomar la clase de medidas que podrían servir para alcanzar sus objetivos antes de que la gente haya perdido fe en sus promesas.

Para indignación de quienes se afirman keynesianos, en otras partes del mundo los gobiernos suelen reaccionar con firmeza frente a cualquier señal de que la inflación está por levantar cabeza. Saben que, a menos que actúen enseguida, todo podría venirse abajo. Desgraciadamente para la Argentina, los kirchneristas se negaron a dejarse inquietar por el regreso del enemigo ya tradicional del bienestar de la mayoría abrumadora de sus compatriotas, acaso por prever que sería de su interés que sus eventuales sucesores tuvieran que ajustar, de tal modo desacreditándose a ojos de los convencidos de que intentar manejar la economía con un mínimo de sensatez es de por sí antipopular.

El kirchnerismo procuró solucionar el problema planteado por la fobia difundida a los ajustes falsificando las estadísticas: si hay uno en marcha, que nadie se entere.

Para tener éxito tendría que conservar el apoyo del grueso de la población, algo que, según parece, le impide tomar las medidas que podrían servir para alcanzar sus objetivos.

Datos

El kirchnerismo procuró solucionar el problema planteado por la fobia difundida a los ajustes falsificando las estadísticas: si hay uno en marcha, que nadie se entere.
Para tener éxito tendría que conservar el apoyo del grueso de la población, algo que, según parece, le impide tomar las medidas que podrían servir para alcanzar sus objetivos.

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