¿Educando a Mauricio?

Mirando al sur

El lugar del progresismo en la política es preponderante. No es medible su poder en términos electorales (muchas de sus ideas mejor no plebiscitarlas), no está articulado exclusivamente en un partido, pero ejerce un “monopolio” del uso de la fuerza simbólica paralelo al Estado, veamos si no el poder de los organismos de DD. HH. ¿Hubo gobiernos progresistas? Alfonsín y el kirchnerismo, a su modo y etapas, lo fueron. ¿Hubo gobiernos conservadores o “neoliberales” que tomaron medidas progresistas? También. Menem impuso la ciudadanía fiscal, vació las FF. AA. y abolió el servicio militar obligatorio aun en medio de sus reformas económicas durísimas. Duhalde impuso el plan Jefes y Jefas, antecedente de la AUH, en su gobierno de emergencia.

Hace pocos días el presidente Macri cometió un error conceptual y gestual: desdeñó el lenguaje supervisado de los DD. HH. con declaraciones descuidadas u oscuras. Las dos frases que despertaron más polémica fueron: “No tengo idea si fueron 9.000 o 30.000, si son los que están anotados en un muro o son muchos más” y “La horrible tragedia que fue esa guerra sucia”. Puso el dedo en dos llagas: 1) la cifra de desaparecidos (sobre la que simplemente prefirió no opinar, curiosamente dando a entender que no será él, jefe de Estado, quien diga “cuántos desaparecidos hubo”); 2) nombró el terrorismo de Estado como “guerra sucia”, en un retroceso de la caracterización oficial de los últimos años.

Las respuestas llegaron. Ricardo Alfonsín dijo que no compartía las “equivalencias entre lo que fue el accionar de la guerrilla y el terrorismo de Estado, porque el Estado está para evitar eso y no convertirse en caníbal”. Estela de Carlotto planteó que “esto no fue una guerra sucia ni limpia, fue terrorismo de Estado”. Y Federico Pinedo obró como traductor diciendo que “el presidente no duda del fenómeno del terrorismo de Estado”. Escribo estas líneas en el contexto donde se confirma que a Miguel Etchecolatz, un peso pesado del “circuito Camps”, la Justicia le concedió la prisión domiciliaria. Y el represor se incorpora a otros 50 presos de lesa humanidad en lo que va del 2016 que fueron beneficiados con ese privilegio (a uno se lo vio por las calles de Liniers paseando su perro). Son decisiones judiciales, sí, y ocurren en un contexto.

Muchos estudios de opinión pública los últimos años ratificaron el aval social que tienen los juicios de lesa humanidad. ¿Fue siempre así? Probablemente no. Pero el tiempo, la consolidación democrática y el resultado del debate argentino pusieron sobre la mesa algo así como un “resultado histórico”. Recordemos que Menem hace veinte años (en 1996) se vio obligado a hablar por cadena y volver a reconocerse en el espejo de las víctimas el mismo día que una marcha a Plaza de Mayo reunía 100.000 personas.

Macri, como jefe de Estado, ¿se debe al rigor del lenguaje “correcto”? No es que el Estado deba hablar como la sociedad, ni siquiera como “la mayoría” de la sociedad, ni que su lenguaje venga determinado. El Estado, tras 33 años de democracia, en este campo, y durante el kirchnerismo, utiliza el lenguaje de la minoría de los derechos humanos. ¿Por qué digo minoría? Porque me interesa destacar que el discurso de los derechos humanos va a contrapelo
–por ejemplo– de otros consensos punitivistas masivos. Es un discurso contra la corriente porque en esencia rescata como víctima humanitaria a aquellos sobre los que se consensuan castigos: en la frase psicopática de que el Estado defiende “los derechos humanos de los delincuentes” se ubica perfectamente el intríngulis traumático sobre el que opera en el presente. Hay quienes agitan que el Estado “protege” con derechos y garantías a quienes delinquen. Bien, en un sentido extremo, de eso se trata.

Macri recibió un país de consensos simultáneos, con genocidas presos y con presos comunes que a la vez todos los días sufren hacinamiento, maltrato físico o pésima alimentación en su encierro. Los datos de “violencia institucional” de la década pasada siguieron siendo alarmantes y crecientes. Un Estado que inauguró sitios de la memoria y dio estatus oficial a los organismos de
DD. HH. no dejó de ser un Estado con cárceles donde se violan esos derechos, aunque sean nombrados bajo la forma secularizada de la “violencia institucional”. La recuperación de la ESMA no proyectó su “luz” para que un preso común en una comisaría común o cárcel no sea torturado. La memoria tampoco alcanzó, incluso, las periferias sociales, sabido que gran parte del impacto de los organismos y sus rituales se concentra en las capas medias urbanas. Como decía Halperin Donghi, la dictadura “cobró vidas en las filas de la clase media”. El activo de los organismos está en esa clase. Es más difícil sobresaltar la dictadura como excepción represiva en la vida de las capas bajas, donde la violencia policial siempre fue y es moneda corriente. Veamos un caso de “memoria periférica”. Este miércoles 17 de agosto en Moreno Sur (en el Gran Buenos Aires), en la puerta del frigorífico Minguillon, se homenajeó a Stella Maris Quiroga, una trabajadora del frigorífico que fue detenida y desaparecida el 14 de abril de 1977. La familia de Stella Maris (sus dos hijos y su madre de 90 años) estaba ahí, reconstruyendo esa historia casi ignota. La Dirección General de Derechos Humanos de Moreno junto a gremios y organismos impulsó este homenaje donde se pintó un mural. Cuarenta años después de esa desaparición, el homenaje fue vivido por los vecinos, militantes y parientes como una reparación en una esquina perdida del Oeste bonaerense profundo. Lejos de Plaza de Mayo y de las luces de la ciudad política, irrumpía la figura de Stella en el “tercer cordón” desde el olvido. Es decir: la “Memoria” tiene mapas dispares, es decir zonas donde fue ultra narrado e intemperies adonde no llegó su catecismo.

Las dudas que despiertan estas frases en “infracción” del presidente se amplían: ¿el gobierno promueve la prisión domiciliaria de exmilitares presos? ¿Impulsa el fin de los juicios? Cuando Macri dijo, en la entrevista, que se concentraba en los derechos humanos del presente, también dio a entender que una cosa desarticula la otra. Como si se hiciera eco de la muletilla de que el juzgamiento de las violaciones a los DD. HH. cometidas durante la última dictadura pospone o impide una política de represión del delito común. Los derechos humanos se presentan –en este discurso– como una manta corta que abriga a unos (delincuentes) y desprotege a otros (víctimas). ¿O quiso nombrar los derechos humanos siempre arrasados de los presos comunes de hoy?

Previo al último 24 de marzo Macri visitó la ex-ESMA. Las fotos lo mostraron frente a los detalles del excasino de oficiales donde padecieron alrededor de 5.000 desaparecidos. ¿Qué ocurrió? La condición de presidente de un país que viene sin beneficio de inventario lo intima a ocupar un único lugar conmemorativo: el de los vencidos, las víctimas. Macri suele aceptar límites y delegar poder: con el campo, la política exterior, los medios de comunicación. Es decir: acepta como natural el poder de algunos “otros”. ¿Lo que Macri ve en los DD. HH. es un poder indoblegable al que se resiste? Se puede “opinar”, por izquierda, que Macri pertenece a la clase alta argentina ubicada del lado de los vencedores de esa “guerra sucia”. Sin embargo, el ejercicio republicano de la presidencia implica ser, en algún momento, también “el otro” que nunca se quiso ser.

Muchos estudios de opinión pública los últimos años ratificaron el aval social que tienen los juicios de lesa humanidad. ¿Fue siempre así? Probablemente no.

Las dudas que despiertan estas frases en “infracción” del presidente se amplían: ¿promueve la prisión domiciliaria de exmilitares? ¿Impulsa el fin de los juicios?

Datos

Muchos estudios de opinión pública los últimos años ratificaron el aval social que tienen los juicios de lesa humanidad. ¿Fue siempre así? Probablemente no.
Las dudas que despiertan estas frases en “infracción” del presidente se amplían: ¿promueve la prisión domiciliaria de exmilitares? ¿Impulsa el fin de los juicios?

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