El clima político del mundo está cambiando

Mirando al sur

Los alarmados por lo que está ocurriendo en el mundo dicen que los líderes actuales no les llegan ni a los tobillos a aquellos hombres carismáticos que, más de medio siglo atrás, tuvieron que enfrentar situaciones terriblemente difíciles. Es su forma de advertirnos que sería un error muy grave suponer que nunca más necesitaremos los servicios de tales personajes. Si están en lo cierto tales agoreros, pronto veremos un cambio abrupto de la cultura política de los países occidentales. Para adaptarse a los tiempos que prevén, tendría que hacerse mucho más dura y menos permisiva.

Los políticos de antes procuraban ganar votos no sólo hablando en nombre de una ideología determinada sino también atribuyéndose cualidades varoniles, dando a entender que eran auténticos machos alfa, líderes natos, caudillos capaces de transformar el mundo. Lo hacían porque les parecía evidente que, en un mundo peligroso, lo que quería la gente era más seguridad, razón por la cual en muchos países regímenes militares disfrutaban inicialmente de un grado de aceptación popular que hoy en día sería inconcebible.

Desde aquellos tiempos mucho ha cambiado. Asesorados por expertos, los candidatos políticos actuales quieren hacer pensar que son personas sensibles que saben compartir el dolor ajeno y que nunca jamás soñarían con reprimir a nadie.

Lo entiende Cristina que, para extrañeza de partidarios como Guillermo Moreno, quien para impresionar a sus interlocutores antes de hablarles solía poner un revólver sobre la mesa, ha optado por una campaña de toques femeninos que, a juzgar por las encuestas, le está brindando resultados muy buenos.

¿Y por qué no? En las elecciones de hace ya casi dos años, María Eugenia “Heidi” Vidal derrotó al temible “Morsa”, Aníbal Fernández, en la provincia más dura de todas. Desde entonces, ha logrado convencer al grueso de la población del país de que, a pesar de su apariencia blanda, puede ser tan severa como cualquier jefe tradicional cuando de enfrentar a policías corruptos y narcos se trata. Es una mezcla potente; si bien ha sufrido algunos altibajos, Heidi sigue a la cabeza de los rankings de popularidad.

De más está decir que el cambio de clima así supuesto no se limita a Argentina. Las modalidades políticas nunca han respetado las fronteras nacionales. Merced al desarrollo vertiginoso de las comunicaciones electrónicas, el impacto de un cambio paradigmático en los “países centrales” se siente enseguida en los de “la periferia”.

En casi todos los países occidentales, los buscadores de votos aún se sienten obligados a subrayar su capacidad, genuina o fingida, para simpatizar con quienes se suponen injustamente rezagados. En Alemania, Mamita Merkel – así la llaman sus compatriotas– apenas tiene rivales. En Francia, Marine Le Pen perdió ante el emoliente Emmanuel Macron porque, entre otras cosas, parecía demasiado masculina. En el Reino Unido, Theresa May está en apuros por razones similares. Incluso Donald Trump basa su atractivo en la noción de que, a diferencia de otros políticos, sabe lo que quiere el hombre común. Que los políticos se crean constreñidos a llamar la atención a su presunta benevolencia es lógico en una época en que, de acuerdo común, ser víctima de algo malo –la historia, prejuicios anacrónicos, crímenes perpetrados por generaciones anteriores– conlleva muchas ventajas. También lo es que en todos lados estén apareciendo nuevas categorías de víctimas que exigen, y a menudo consiguen, una reparación histórica por su propio sufrimiento o por aquel de sus semejantes en otros tiempos.

En Estados Unidos, y por lo tanto en el resto del mundo, la autocompasión colectiva todavía está de moda. No se trata sólo de mujeres, homosexuales y negros que en la segunda mitad del siglo pasado lograron el reconocimiento que reclamaban, además de reformas institucionales para que recuperaran todo el terreno perdido en períodos considerados menos ilustrados que los actuales, sino también de miembros de pequeñas minorías sexuales. Las polémicas en torno a tales asuntos han incidido en la evolución de la política argentina; de no haber sido por la agitación de los militantes gays norteamericanos, a nadie aquí se le hubiera ocurrido promover el “matrimonio igualitario”.

Para no sentirse excluidos de la fiesta reivindicadora, en Estados Unidos y Europa estudiantes blancos que nunca han experimentado inconvenientes económicos o prejuicios raciales se identifican con las presuntas víctimas de un orden socioeconómico que a su juicio es maligno, participando de manifestaciones callejeras en que protestan vigorosamente contra el sistema que tantos beneficios les ha dado. Así y todo, lejos de felicitarlos por su altruismo, los resueltos a aprovechar su condición de víctimas han comenzado a acusarlos del crimen novedoso de “apropiación cultural”.

Hasta hace muy poco, parecía que los contestatarios que se rebelaban contra el statu quo de sus países respectivos en nombre de minorías determinadas estaban por triunfar en todos los frentes, pero entonces, para estupor de los más optimistas, en Estados Unidos la revolución que tenían en mente se vio desafiada por la irrupción de Donald Trump. Desde el punto de vista de quienes habían llegado a dominar la cultura pública y académica de su propio país, es un engendro atávico, un sujeto tan absurdamente reaccionario que ha llegado al extremo de no querer que las fuerzas armadas gasten dinero asegurando que soldados transexuales reciban la terapia apropiada.

Trump ganó poniendo patas arriba la jerarquía de víctimas tácitamente acordada para que la encabezara la clase obrera o mediana-baja mayoritariamente blanca que había perdido tanto terreno en los años últimos que Hillary Clinton creyó que podría lamentar su existencia con impunidad. Puede que sólo se haya tratado de un revés pasajero, pero de continuar intensificándose la sensación de que el orden previsto por los progresistas de los países más ricos y más influyentes es mucho más precario de lo que la mayoría suponía, sería natural que cobrara fuerza la reacción que ya está en marcha y que, una vez más, los distintos pueblos decidieran que sería mejor que un “hombre fuerte” ocupara la casa de gobierno local.

Asesorados por expertos, los políticos actuales quieren hacer pensar que son personas sensibles que comparten el dolor ajeno y que jamás soñarían con reprimir a nadie.

Trump ganó poniendo patas arriba la jerarquía de víctimas tácitamente acordada para que la encabezara la clase obrera blanca que había perdido tanto terreno en los últimos años.

Datos

Asesorados por expertos, los políticos actuales quieren hacer pensar que son personas sensibles que comparten el dolor ajeno y que jamás soñarían con reprimir a nadie.
Trump ganó poniendo patas arriba la jerarquía de víctimas tácitamente acordada para que la encabezara la clase obrera blanca que había perdido tanto terreno en los últimos años.

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