El fin de la historia europea

Mirando al sur

Puede que el norteamericano Francis Fukuyama estuviera en lo cierto cuando, hace más de un cuarto de siglo, en su célebre ensayo periodístico “El fin de la historia” –en el sentido hegeliano de la palabra, se entiende– reivindicó la democracia liberal capitalista, señalando que ya sería inútil negar que todas las presuntas alternativas eran peores; pero tanto él como sus adversarios más vehementes pasaron por alto un pequeño detalle que, andando el tiempo, haría menos convincente su tesis. Aunque Fukuyama reconoció que, sin enemigos ideológicos capaces de enfrentar el sistema dominante como habían hecho los marxistas, la política se haría sumamente aburrida, no se le ocurrió que el modelo que había ganado la Guerra Fría podría dejar de ser viable debido a la falta de interés en procrearse de los habitantes de las democracias liberales más exitosas, combinada con la voluntad de decenas, tal vez centenares, de millones de personas aún atrapadas en “la historia” de compartir sus muchos beneficios.

No cabe duda de que el temor de muchos votantes a verse desplazados por inmigrantes de cultura ajena contribuyó al Brexit, a la victoria de Donald Trump en Estados Unidos, al revés doloroso que acaba de sufrir el italiano Matteo Renzi y a la decisión del presidente francés, el socialista François Hollande, de ahorrarse lo que a buen seguro hubiera sido una derrota humillante en las próximas elecciones de su país. También incidieron en tales sorpresas la desigualdad económica creciente que es atribuible a la revolución tecnológica y los esfuerzos de distintos gobiernos europeos por desmantelar, en nombre de la austeridad, sistemas de asistencia social que se crearon antes de experimentar los países del viejo continente un colapso demográfico que, en algunos casos, podría presagiar su extinción.

Si sólo fuera una cuestión de números, tendría sentido la estrategia propuesta por organizaciones por lo común vinculadas con la ONU que recomiendan a los alemanes, italianos y otros a resolver los problemas planteados por el envejecimiento de sus sociedades respectivas importando cantidades suficientes de africanos y asiáticos pero, huelga decirlo, las cosas distan de ser tan sencillas. El nivel de vida alcanzado por los europeos no se debe a la densidad demográfica de los distintos países sino a una cultura que es, al menos en parte, producto de la educación. Según las autoridades laborales alemanas, una proporción muy significante del millón de inmigrantes que entró en su país invitado por la canciller Angela Merkel es analfabeta en su propio idioma, mientras que los títulos que muchos aseguran tener valen muy poco. Por cierto, no hay garantía alguna de que tales personas, o sus hijos, terminen transformándose en buenos alemanes.

Siempre fue fantasiosa la noción de que inmigrantes procedentes del Oriente Medio y el norte de África podrían ayudar mucho a los europeos a atenuar las consecuencias de su esterilidad colectiva voluntaria. Mal que les pese, los alemanes, italianos, españoles y griegos, además de los rusos y japoneses, tendrán que elegir entre aumentar drásticamente la tasa de natalidad por un lado y, por el otro, resignarse al fin, dentro de apenas una generación o dos, de su propia historia, una eventualidad nada grata que sólo ahora está comenzando a preocuparles.

El desafío así planteado sería menos angustioso si existiera un consenso acerca de las causas de la resistencia de los europeos y nipones a reproducirse, pero la verdad es que pocos se animan a analizar el fenómeno con frialdad. Imputarlo a nada más que la incertidumbre económica para entonces denunciar el capitalismo o el consumismo no sirve para mucho; en virtualmente todos los países, los pobres suelen tener más hijos que los acomodados y, de cualquier forma, las perspectivas económicas actuales son menos deprimentes de lo que eran en el siglo XIX cuando los europeos protagonizaron el estallido demográfico que les permitió colonizar medio mundo. Por lo demás, después de la Segunda Guerra Mundial, los países occidentales disfrutaron de un “baby boom” o explosión de natalidad que duró hasta comienzos de la década de los sesenta, lo que hace pensar que la implosión fue provocada por los cambios sociales, culturales y económicos de los años siguientes.

Hay buenos motivos para sospechar que los diversos movimientos sociales e intelectuales que se pusieron en marcha medio siglo atrás han tenido consecuencias que amenazan con ser catastróficas. Parecería que así lo entienden quienes están rebelándose contra “las elites” no sólo políticas sino también culturales y mediáticas que surgieron merced a los vientos libertarios que en aquellos tiempos tuvieron un impacto muy fuerte en docenas de universidades, incluyendo, desde luego, en las de la Argentina. Como es natural, los comprometidos con los muchos cambios que tienen su origen en los acontecimientos de hace cincuenta años están resueltos a defenderlos cueste lo que costare, pero por razones bien concretas les está resultando cada vez más difícil mantenerse en sus trece.

Pues bien, ¿es compatible la liberación femenina y la incorporación masiva resultante de mujeres a la fuerza laboral con la sobrevivencia del conjunto? En teoría sí debería serlo, y puede argüirse que les corresponde a las empresas y al Estado hacer mucho más para que las madres no se vean perjudicadas si optan por continuar trabajando, pero así y todo se trata de un interrogante que es necesario formular. ¿Ha contribuido mucho la desintegración familiar, que se ha visto facilitada por reformas legales consideradas progresistas, a la caída estrepitosa de la tasa de natalidad? ¿Ha sido positiva la propensión generalizada en el mundo democrático a privilegiar los derechos del individuo por encima de los deberes hacia la comunidad?

Para muchos tales preguntas son feas y reaccionarias pero, a juzgar por lo que ha sucedido desde las revueltas estudiantiles del siglo pasado, sería un error gravísimo suponer que carecen de importancia, ya que, tal y como están las cosas, países que, hasta hace poco, estaban entre los más vigorosos y creativos del planeta, corren peligro de morir antes de iniciarse el siglo XXII.

Según las autoridades laborales alemanas, una proporción muy significante del millón de inmigrantes que entró en su país es analfabeta en su propio idioma.

Tendrán que elegir entre aumentar drásticamente la tasa de natalidad y resignarse al fin, dentro de apenas una generación o dos, de su propia historia.

Datos

Según las autoridades laborales alemanas, una proporción muy significante del millón de inmigrantes que entró en su país es analfabeta en su propio idioma.
Tendrán que elegir entre aumentar drásticamente la tasa de natalidad y resignarse al fin, dentro de apenas una generación o dos, de su propia historia.

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