El Premio Nobel y la literatura

Según lo veo

A la gente le encantan las competencias. Será por tal motivo que no sólo los empresarios culturales, que esperan aprovechar lo que para ellos podría ser una buena oportunidad para conseguir dinero vendiendo más libros, sino también muchos escritores toman muy pero muy en serio el Premio Nobel de Literatura. Si bien fuera de su propio país, Suecia, los encargados de elegir el ganador de turno carecen de prestigio y a menudo han hecho gala de un grado notable de arbitrariedad al ensalzar a mediocridades que, si no fuera por figurar su nombre en la lista de laureados, pronto serían olvidadas, todos los años los candidatos y sus admiradores, además de las casas de apuestas, aguardan con impaciencia el veredicto del jurado.

Como fue de prever, la decisión del comité sueco responsable de otorgar el galardón literario más codiciado del mundo al cantautor norteamericano Robert Allen Zimmerman, o sea, Bob Dylan, desató muchas polémicas. Mientras que los partidarios de la democratización de la cultura, personas del tipo que aquí quisieran echar a los oligarcas amantes de la ópera para entregar el Colón a raperos, estrellas de rock y grupos folclóricos, festejaron lo que interpretaron como un golpe a favor de su causa particular, otros se mofaron del populismo de los suecos. En su opinión, las canciones del bueno de Bob son pegadizas pero su obra literaria es poco impresionante.

Puesto que vivimos en una época resueltamente democrática y antielitista en la que, por principio, “todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor”, sería inútil insistir en que hay docenas de poetas y otros escritores norteamericanos, europeos, asiáticos, africanos y, cuando no, latinoamericanos que han aportado más a las letras que el cantautor. Por su parte, Dylan ni siquiera se dio el trabajo de agradecer al jurado por haberlo distinguido, tal vez por entender que estaba más interesado en mejorar sus propias credenciales progres que en el valor relativo de cosas tan arcaicas como libros.

De ser así, estará en lo cierto, pero hay que sentir simpatía por los académicos y literatos suecos. La suya es una tarea ciclópea. Año tras año, se ven acosados por un sinfín de operadores políticos e ideológicos, tienen que enfrentar campañas costosas emprendidas por gobiernos deseosos de conseguir un Premio Nobel para su país o impedir que lo gane un disidente, y resignarse a que les es imposible leer detenidamente miles de obras, muchas aún no traducidas al sueco, inglés, francés, alemán o español, que merecerían ser tomadas en cuenta.

A veces, los intentos de los suecos por ampliar sus horizontes han tenido consecuencias felices, como sucedió cuando dieron el premio a los polacos Czesław Miłosz, en 1980, y Wisława Szymborska, en 1996, pero, claro está, sólo se trata de una opinión personal. En otras ocasiones, no han hecho más que llamar la atención a su provincialismo. A humoristas como los de Monty Python, que tuvieron a la selección griega derrotando a la alemana en una fantasiosa Copa Mundial de Filosofía, sería fácil formar un equipo de no galardonados que golearía al equipo oficial: entre los jugadores estarían Tolstói, Chéjov, Joyce, Proust, Kafka, Rilke, Conrad, Auden (omitido por criticar el mesianismo del exsecretario general de la ONU, Dag Hammarskjöld) y Borges, el que, como es notorio, cometió el error imperdonable de tratar con cortesía al dictador chileno Pinochet. Para congraciarse con los suecos, Borges debió haber confeccionado odas en homenaje al genocida soviético Stalin, especialidad esta de Pablo Neruda.

De todos modos, aun cuando los integrantes del comité sueco estuvieran en condiciones de ubicarse por encima de modas pasajeras y negarse a prestar atención a las opiniones de los comisarios ideológicos, en última instancia el resultado de sus lucubraciones y debates dependería de sus preferencias personales que, en su caso, parecen coincidir con las imperantes en el mercado cultural internacional que, a su vez, refleja las prioridades políticas en boga. En dicho mercado, las acciones de lo presuntamente popular, es decir, lo que vende bien sin por eso ser crasamente comercial, están en alza, mientras que las atesoradas por tradicionalistas que se aferran a criterios rigurosos y por lo tanto elitistas están a la baja.

Para defender la decisión de dar el premio, y los 900.000 dólares que lo acompañan, a Bob Dylan, algunos literatos la reivindican porque, insisten, los cantantes ayudan a que reciban algo parecido a la poesía millones de jóvenes y no tan jóvenes que raramente soñarían con abrir un libro. En cambio, otros han protestado contra lo que vieron como un ataque al libro impreso que está luchando –con bastante éxito, hay que decirlo – por mantenerse a flote en medio de una tormenta digital en la que ya han naufragado muchos diarios y revistas. Por lo demás, les molesta la idea de que, sin muletas musicales, la poesía, un género que durante siglos reinaba supremo sin necesitar el apoyo de bandas sonoras, seguirá siendo una modalidad para iniciados.

Sea como fuere, la preocupación que sienten tantos literatos se basa en mucho más que prejuicios anticuados en contra de todo lo relacionado con la música popular y la cultura comercializada. En el fondo, lo que más les disgusta es la fragmentación de la vieja “república de las letras” que se ha dividido en docenas de provincias separatistas, en parte porque desde hace tiempo es imposible mantenerse al tanto de lo que está sucediendo en todas pero también porque se ha derrumbado el viejo “canon” occidental, que presuponía una jerarquía de obras que personas más o menos cultas se creían obligadas a conocer o, por lo menos, fingir conocer.

Puede que el igualitarismo resultante tenga sus méritos, pero la proliferación de cofradías aisladas, cada una resuelta a defender sus hipotéticas prerrogativas, está contribuyendo a privar a la literatura, y todo lo vinculado con ella, del gran prestigio que disfrutaba cuando las disputas entre escritores como Jean-Paul Sartre y Albert Camus, o los dramas protagonizados por Boris Pasternak y Aleksandr Solzhenitsyn, tenían repercusiones mediáticas aún más fuertes que las que hoy en día suelen ocasionar los pronunciamientos de sus sucesores como referentes culturales: aquellos cantantes populares, actores y futbolistas cuyas opiniones son escuchadas con respeto reverencial.

Para congraciarse con los suecos, Borges debió haber confeccionado odas en homenaje al genocida soviético Stalin, especialidad esta de Pablo Neruda.

Otros han protestado contra lo que vieron como un ataque al libro impreso que está luchando –con bastante éxito– por mantenerse a flote en medio de una tormenta digital.

Datos

Para congraciarse con los suecos, Borges debió haber confeccionado odas en homenaje al genocida soviético Stalin, especialidad esta de Pablo Neruda.
Otros han protestado contra lo que vieron como un ataque al libro impreso que está luchando –con bastante éxito– por mantenerse a flote en medio de una tormenta digital.

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