Elogio del Equipo de Antropología Forense

Ahora que termina el 2017, vale la pena enfocarse en algún punto que esperance, que nos muestre lo mejor de nosotros como sociedad. No por querer negar la realidad, sino porque es una forma de combatir esa suerte de ensayismo callejero que dice que “los argentinos somos esto o lo otro”, que ciertas características que estarían en nuestro ADN son las que nos impiden ser una sociedad “normal”, sea lo que sea que esto quiera decir.

Cada vez que escucho argumentos de ese tipo, pienso en mis amigos del Equipo Argentino de Antropología Forense, del “equipo”. Una de las mejores noticias del año en lo personal ha sido que desde hace unas semanas los tengo de vecinos: su nueva sede, en el Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos, está a trescientos metros del Malvinas. Eso quiere decir que cada vez que algo se trabe, o simplemente necesite que ayuden a pensar datos precisos sobre alguna cuestión del pasado reciente, allí estarán.

El EAAF es un ejemplo de lo mejor que podemos ser. Hay cinco características que definen su trabajo: la rigurosidad científica, la búsqueda de la verdad, la amplitud de criterio para la escucha en función de obtenerla, el trabajo colaborativo e interdisciplinario y la profunda humanidad con la que realizan sus actividades.

Desde que comenzaron a trabajar en 1984 como jóvenes antropólogos nucleados en torno a la figura de Clyde Snow han recorrido un largo camino. De la comparación con fichas dentales, medidas antropométricas, pasando por los estudios comparativos con archivos dactiloscópicos, hasta llegar a la revolución del ADN, acercaron un poco más a la sociedad argentina en general, y a familias afectadas por el terrorismo de Estado en particular, a la verdad, el alivio y la posibilidad de duelo. Todas y cada una de sus intervenciones alimentan, además, la reconstrucción de tejidos sociales dañados por la muerte: porque su trabajo de exhumación, medición, comparación, es inseparable de horas y horas de entrevistas con testigos: compañeros, amigos, familiares de las osamentas que con el mayor respeto han devuelto a sus deudos. Algunos caminos para conocer su trabajo: “Tierra de Avellaneda” (1995) y “El último confín (2004)” son dos documentales que muestran su trabajo, así como el libro “Tumbas anónimas”, de Mauricio Cohen Salama (1992), que reclama a gritos una actualización pero sigue siendo imprescindible.

Es un silencioso trabajo de reconstrucción y reparación que sólo aparece en los medios cuando estalla en la noticia de alguna identificación. Pero que deja huella, pues el EAAF se preocupa por dejarla: han conformado equipos en muchos de los lugares de la Argentina en los que han trabajado. Lo hicieron, también, más allá de las fronteras nacionales, en todos aquellos lugares en los que la violencia estatal o el abuso de poder faccioso sobre minorías débiles produjo matanzas masivas.

Lograron probar, entre otras cosas, el circuito represivo completo según se desplegó en la Argentina: desde el secuestro hasta el arrojamiento a aguas abiertas de las víctimas. Desde el comienzo, desde antes del ADN, supieron que para devolverles las identidades a los huesos anónimos debían preguntarse por qué los habían asesinado, es decir, tenían que conocer su identidad política, para reconstruir su historia.

Como investigador, además, debería agregar la generosidad con la que comparten sus conocimientos y sus datos, siempre atentos a que ese contrabandeo de memoria, como diría Jacques Hassoun, no vaya en contra de los principales destinatarios de su trabajo: los deudos de las víctimas de la violencia en todas las formas imaginables.

He podido presenciar el alivio y la movilización que genera la entrega de los restos de un desaparecido a sus familiares. El formidable disparador de encuentros generacionales y de preguntas que produce algo tan sencillo y humano como devolver la posibilidad del duelo. Lo vi en el caso de las víctimas del terrorismo de Estado. Por ejemplo, cuando el Colegio Nacional de Buenos Aires, en el 2014, realizó un homenaje a Lila Epelbaum. Esa cajita, rodeada de banderas y mensajes, la curiosidad de los chicos por saber más de su historia, por escuchar a los especialistas que hablaron esa tarde, fueron la confirmación de la importancia de una tarea que no terminará nunca.

Los hemos visto en las noticias estos días, con motivo del trabajo de identificación de los soldados argentinos enterrados en Malvinas en tumbas anónimas. Han unido, con su trabajo, aquello que la política, la miopía investigativa, separó durante décadas: las muertes jóvenes de nuestro país durante los años setenta y ochenta no son equiparables, son fenómenos diferentes, pero la metodología para decirnos quién yace en cada fosa en Darwin muestra que estamos obligados a pensar aquellos años como un todo.

Madres y hermanas besando los objetos recuperados de la turba, preservados cuidadosamente en bolsas cerradas al vacío, tampoco se diferencian de las que hemos visto besando un cajoncito de madera en otras ocasiones.

Es bueno despedir el año mostrando lo que algunos de nosotros, con amigos extranjeros que nos han amado a partir de su tarea, lograron en todo este tiempo. Gracias al EAAF, y respeto. Son los que llegan tan lejos como se puede llegar: la frontera entre la vida y la muerte, allí dónde estamos obligados a hacernos preguntas y, tal vez, encontrar alivio.

Es un ejemplo de lo mejor que podemos ser: rigurosidad científica, búsqueda de la verdad, amplitud de criterio, trabajo colaborativo e interdisciplinario y una profunda humanidad.

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Es un ejemplo de lo mejor que podemos ser: rigurosidad científica, búsqueda de la verdad, amplitud de criterio, trabajo colaborativo e interdisciplinario y una profunda humanidad.

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