Estados Unidos bajo la sombra de Perón

Según lo veo

En el 2009, bien antes de la metamorfosis de la celebridad televisiva Donald Trump en presidente de la superpotencia aún reinante, el periodista británico Alan Beattie, del “Financial Times”, imaginó por un momento que la historia había tomado un rumbo diferente: la Argentina era el país más rico y poderoso del planeta, y por lo tanto el blanco predilecto de los terroristas islámicos, mientras que Estados Unidos acababa de caer en bancarrota. Advirtió que nada está predeterminado en nuestro mundo y que, a menos que los norteamericanos manejaran mejor su economía, su país compartiría el destino lamentable de su viejo rival sureño. Aunque Beattie no culpó a Juan Domingo Perón por el desastre argentino por ser cuestión de un producto típico de una cultura política caudillista, corporativista, proteccionista y aislacionista, con raíces muy profundas, dio por descontado que una sociedad dispuesta a abrazarlo terminaría hundiéndose.

Hace una semana, el periodista Ishaan Tharoor del “Washington Post” trazó varios paralelos entre Trump y Perón, subrayando que los dos se presentaron como paladines del hombre común víctima de un sistema injusto.

Olvidó recordar que el movimiento fundado por aquel “nacionalista populista” que denostaba dominaría el escenario político argentino durante más de setenta años y que sigue desempeñando un papel clave. Para impedir que Trump u otro de características similares emule a Perón, los demócratas y los republicanos de ideas más tradicionales tendrían que elaborar una alternativa claramente mejor.

¿Serán capaces de hacerlo? Hay motivos para dudarlo. La clase política norteamericana tiene su propia cultura. Como en Europa, sus integrantes se resisten a reconocer que el orden existente tiene los días contados. No es que les hayan faltado motivos para preocuparse.

Por el contrario, era evidente que la implosión demográfica europea, las migraciones masivas desde “la periferia” pobre hacia “el centro” opulento, la creciente agresividad islamista, el impacto socioeconómico del progreso tecnológico y la globalización que tantos beneficios traía a países como China pero que perjudicaba enormemente a quienes vivían en zonas condenadas a la desindustrialización planteaban desafíos que resultarían insuperables a menos que los gobiernos tomaran medidas drásticas, razón por la que tantos líderes políticos y referentes culturales optaron por minimizar su importancia.

Para justificar su negativa a prestar la debida atención a lo que estaba ocurriendo, casi todos los políticos occidentales, respaldados por una hueste de intelectuales de distinto tipo, insistían en que era propio de reaccionarios sentirse alarmado por las consecuencias a mediano plazo del envejecimiento rápido de sociedades enteras, la llegada de millones de inmigrantes tercermundistas reacios a integrarse o el destino de los trabajadores de los países más ricos.

Preferían concentrarse en “la autocrítica”, en deplorar las lacras heredadas de generaciones menos ilustradas y mucho menos virtuosas que la suya.

No extraña, pues, que hayan ocasionado tanta sorpresa el Brexit y el triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas. Para casi todos los presuntos expertos era inconcebible que más de la mitad de los votantes británicos quisiera salir de la Unión Europea o que un personaje como Trump pudiera erigirse en “el hombre más poderoso de la Tierra”.

¿Aprendieron algo útil de los acontecimientos del año pasado los comprometidos con lo que aún toman por “la normalidad”? Parecería que no. Con escasas excepciones están más interesados en asegurarnos que ellos mismos se sienten profundamente indignados y doloridos por la voluntad de tantas personas de confiar en quienes califican de demagogos ignorantes, para entonces manifestar su esperanza de que pronto vuelvan a sus cabales.

Tales actitudes pueden entenderse, pero sólo han servido para ahondar aún más el abismo que ya separaba a los contrarios al orden que se suponía establecido de las altaneras “elites” culturales y mediáticas que lo defienden.

De más está decir que el protagonismo de matones de la izquierda dura, abortistas rabiosos e islamistas militantes en las protestas callejeras en contra del presidente Trump no contribuye a desprestigiarlo a ojos del grueso de sus compatriotas. De estar en lo cierto las primeras encuestas, la mayoría aprueba lo que está haciendo.

Los enemigos más virulentos de Trump apuestan de manera tan explícita al fracaso de su gestión que, en el caso de que se concretaran las previsiones más apocalípticas, le sería muy fácil atribuir todas las desgracias resultantes a las maniobras antinorteamericanas de la oposición demócrata y sus aliados. Lejos de debilitarlo, las manifestaciones pintorescas de repudio que, a partir de la jornada electoral, se han hecho rutinarias, lo han fortalecido al difundir la impresión entre sus partidarios de que Estados Unidos se ve amenazado por una horda abigarrada de fanáticos resueltos a destruirlo. Algunos líderes del Partido Demócrata entienden que no les convendría caer en la trampa así tendida, pero otros, alentados por los medios periodísticos progresistas, parecen dispuestos a solidarizarse con grupos de ideología decididamente excéntrica que no están en condiciones de aportar más que un puñado de votos.

Si bien Trump dista de ser el hombre indicado para asegurar que Estados Unidos se adapte a las circunstancias imperantes, los problemas que se cree facultado para solucionar son genuinos. Decenas de millones de norteamericanos tienen buenos motivos para sentirse abandonados a su suerte por una elite socioeconómica y cultural de pretensiones progresistas que se ha acostumbrado a tratarlos con desdén. Por lo demás, muchos hispanos y negros que en noviembre votaron a Trump, o que se abstuvieron porque no querían ver a una política tan emblemática como Hillary Clinton en la Casa Blanca, comparten los sentimientos de aquellos “blancos” que, según los demócratas, conforman el núcleo duro del movimiento que el magnate sigue construyendo. Si Trump logra incorporarlos a sus huestes, se consolidaría la hegemonía de lo que representa.

El periodista Ishaan Tharoor del “Washington Post” trazó paralelos entre Trump y Perón: los dos se presentaron como paladines del hombre común víctima de un sistema injusto.

Si bien Trump dista de ser el hombre indicado para asegurar que
EE. UU. se adapte a las circunstancias de hoy, los problemas que se cree facultado para solucionar son genuinos.

Datos

El periodista Ishaan Tharoor del “Washington Post” trazó paralelos entre Trump y Perón: los dos se presentaron como paladines del hombre común víctima de un sistema injusto.
Si bien Trump dista de ser el hombre indicado para asegurar que
EE. UU. se adapte a las circunstancias de hoy, los problemas que se cree facultado para solucionar son genuinos.

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