Estimado señor profesor

mirando al sur

Discúlpeme si comienzo esta carta retrocediendo en el tiempo. Sé que usted –que en verdad es muchos de ustedes– da clases en colegios secundarios, pero necesito comenzar por el jardín de infantes. Ya comprenderá.

Me llevó poco tiempo darme cuenta de que, si un día un hijo mío no salía del jardín junto a sus compañeros, era porque algo había sucedido. Y sí, pasaba esto: una vez retirados los demás niños, aparecía la maestra con el mío en brazos para informarme si lo habían mordido o había mordido. O sea: la maestra se me acercaba sólo en caso de catástrofe. Teniendo en cuenta que un niño de dos años difícilmente pueda comentar qué lo llevó a clavar sus dientecitos en el antebrazo de su mejor amigo, la situación me resultaba comprensible.

Pero pasamos a la primaria y eso se mantuvo de algún modo. La maestra me pedía, a la salida. que esperara unos minutos y se acercaba a hablarme, con mi hijo de la mano, sólo cuando debía decirme que: no prestaba atención; había conversado cuando no se podía conversar; se había peleado con alguien. Los motivos variaban, lo que se mantenía era que cada vez que alguno de los míos me veía interactuar con su docente era porque se había mandado una macana. Y que conste que mis hijos son de los que gustan mandarse varias macanas por día, como cualquier niño curioso y activo que se precie, así que mi relación con sus maestros siempre fue fluida.

Ahí el asunto ya no me resultó tan comprensible. Y por lo tanto informé a sus docentes que esperaba que, por cada queja que tuvieran de mis pequeños inadaptados, debían compartir conmigo y con ellos un hecho positivo. Y si no, que no vinieran a contarme nada, que lo que pasaba en la escuela se quedara en la escuela.

Creo firmemente en el estímulo positivo. Niño que es señalado como problemático se acostumbra a ser problemático. Niño que sólo escucha lo que hace mal piensa que todo lo hace mal y que, entonces, para qué mejorar. Pero un niño que escucha y ve a su maestro contar a sus padres qué buen tipo que es, cómo se esfuerza, cuál fue el logro del día… ese niño sabe que vale la pena, sabe que él vale.

Y ahora llegamos a usted (a ustedes), querido profesor. Ilusa yo, pensaba que al iniciar el secundario se terminarían las reuniones con los docentes así como se terminaban los actos escolares. Pero no. Nos citan, nos llaman, nos escriben, nos aconsejan, nos amenazan, nos juzgan. Y otra vez lo mismo. Usted sólo quiere contarnos todo lo que nuestros hijos hacen mal, lo que lo saca de quicio. Quiere hablarnos de las reglas que rompen, de los trabajos que no presentan, de los horarios que no cumplen. Y nosotros, padres, que ya sabemos todo eso (trabajamos en nuestras casas para que los adolescentes no se comporten de manera tan “adolescentadamente”, para que completen carpetas, para que puedan recordar el teorema de Arquímides –que a mí me quedó gracias a Les Luthiers, pero ese es otro cuento–, ¡para que se levanten cada mañana!, algo tan básico)… bueno, nosotros, en cambio, queremos que usted les marque lo positivo junto a lo negativo. Queremos que nos diga, y les diga a ellos, todo lo que deben cambiar o mejorar, sí, pero que además sea testigo de los esfuerzos y que reconozca sus logros. Cosas sencillas, por ejemplo si los ve ayudar a un compañero. Si se quedan sin recreo para terminar un trabajo. Si corren porque les importa no llegar tarde. O sea: que los vio preocuparse, intentarlo.

Ya sé que lo correcto no debería premiarse, porque es lo correcto. Hay padres que les dan dinero a sus hijos si se sacan buenas notas. Yo no. Otros tampoco. Estudiar es su obligación y hasta su privilegio. Pero también entiendo que en esta escuela tan idéntica a la escuela de hace siglos, en la que el alumno se sienta, hace silencio y escucha, y el profesor llega y habla, prestar atención, interesarse, estudiar lo que está a mano en internet, para nuestros adolescentes es algo parecido a la tortura. Todo queda borroneado por una pátina de para qué, de cuál es el sentido. ¿Me entiende, señor profesor? ¿Ve hacia dónde apunto? Sabemos que usted cobra poco y mal, que debe correr entre colegios, que son treinta por curso y cada uno con sus problemas. Pero esto lo sabemos desde siempre y para nosotros, para los padres, cada hijo es único. No puede compararlo con ningún otro. Y sí, también sabemos que hay padres que están sacados, que hay violencia dentro y fuera de la escuela contra ustedes, y claro que no puede pasar. Si quiere conversamos de eso en otro momento, pero ahora el tema es uno: los pibes no lo hacen todo mal. Por eso, usted no puede decirle a un padre, al promediar el primer trimestre, que si el chico no hace algo va a repetir el año completo. Suena a amenaza, ni a mí me darían ganas de ponerme a estudiar si empezamos así. Tampoco puede decirle a un curso entero que no valen nada. Paremos la mano ahí, viejo. Mire que hoy en día queda todo filmado y no hay escapatoria. Y tampoco queda lindo revolear los ojos cada vez que nombra a alguno que no le cae simpático. Usted es el adulto, como lo somos nosotros en casa, ellos son los que necesitan toda la comprensión, le recuerdo.

En esto los padres muchas veces somos rehenes. Podemos elegir escuela, sí, pero no a cada profesor y las denuncias contra los que la pifian feo frente al aula no siempre se traducen en acciones. A eso súmele que usted tiene el poder de las calificaciones y los informes y, no diga que no, a veces lo usa para dejar fuera del camino a los jóvenes que no ha podido contener. En fin, voy terminando. Entre salita de dos y quinto año, nuestros hijos pueden estar dieciséis años inmersos en un sistema que cada día les dice todo lo que han hecho mal, les señala cada error, les atraviesa las carpetas con tinta roja. Y un día los lanza al mundo real frustrados, resentidos, acomplejados e inseguros, y ahí, para colmo, deben saber para qué son buenos. Entonces repasemos… algo positivo, algo negativo, quedamos así, ¿le parece? Lo saludo muy atentamente y hasta la próxima nota en el cuaderno de comunicaciones.

Niño que es señalado como problemático se acostumbra a ser problemático. Niño que sólo escucha lo que hace mal piensa que todo lo hace mal. Y para qué mejorar…

Queremos que nos diga, y les diga a ellos, todo lo que deben cambiar o mejorar, sí, pero que además sea testigo de los esfuerzos y que reconozca sus logros. Cosas sencillas…

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Niño que es señalado como problemático se acostumbra a ser problemático. Niño que sólo escucha lo que hace mal piensa que todo lo hace mal. Y para qué mejorar…
Queremos que nos diga, y les diga a ellos, todo lo que deben cambiar o mejorar, sí, pero que además sea testigo de los esfuerzos y que reconozca sus logros. Cosas sencillas…

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