“Fernweh”

Redacción

Por Redacción

Mirando al sur

Un libro de Historia, aunque se ocupa del pasado, surge de las preocupaciones del presente. Una biografía también. Aquello que nos produce curiosidad, lo que necesitamos, lo que nos desvela, organiza nuestras preguntas acerca de lo que sucedió en otras épocas. Y por lo tanto, en la investigación y la escritura, con los límites del oficio, emerge como resultado un relato histórico de un tiempo pretérito visto a través de los ojos del presente. Sucede siempre, aunque en ocasiones no lo explicitemos. No se trata de denunciar a los historiadores por anacrónicos, sino de saber que muchas veces sus trabajos nos dicen más sobre su propia época que sobre la que investigan.

Algo así es evidente tras leer “La invención de la naturaleza”, la atrapante biografía de Alexander von Humboldt escrita por Andrea Wulf. La larga vida del científico alemán (1769-1859) es el espejo de la catástrofe ecológica moderna: los pasos del Humboldt son la posibilidad de retroceder en el tiempo y preguntarnos cuándo empezó el desastre, y cómo la respuesta está en la interacción racional con el medio ambiente, que Alexander von Humboldt exploró y alentó con su trabajo y con su forma de entender el mundo. En tiempos en que frente a inundaciones e incendios la respuesta es que son cuestiones apocalípticas o que “hay que acostumbrarse al cambio climático”, asomarse a los orígenes del desastre a través de la vida de alguien que entendía la naturaleza como una totalidad viva es apasionante.

Los noventa años que vivió Humboldt coinciden con el comienzo de la doble revolución (la Industrial y la Francesa) y la consolidación del capitalismo. Fue en ese mundo que experimentaba cambios profundos y acaso irreversibles que este científico viajero consolidó su mirada sistémica sobre el mundo. Orientó su trabajo desde la certeza de que para conocer hay que “experimentar a través del sentimiento” (como le escribió a su amigo Goethe), de que aprendemos a través de la razón y los sentimientos. Para Humboldt, el rigor científico y la fuerza creativa de la imaginación se potenciaban recíprocamente.

Asombra la cantidad de sus amistades y las personas sobre las que influyó, sobre todo por sus recorridos posteriores: Aimé Bonpland, con quien compartió su largo viaje a América (1799-1804); Charles Darwin, que leyó y releyó sus libros a bordo del Beagle; Simón Bolívar, conmovido por la forma en la que un europeo había leído a su América; Thoreau, que nunca vio el bosque de Walden de la misma manera tras leer sus libros; Julio Verne: Nemo, el capitán del Nautilus, tiene en su biblioteca, bajo el mar, los libros del científico. Humboldt fue el científico más popular de su época: ya anciano, en 1829, encontró en Siberia a un exiliado polaco que le muestra orgulloso que hasta allí ha llegado un ejemplar de su obra.

Sorprende la capacidad de trabajo de Humboldt en un mundo precario, la conectividad ya existente en el mundo científico y comercial ya en la primera mitad del siglo XIX. Cuando regresó a París tras su primer viaje, en 1804, llevaba 60.000 ejemplares de plantas, correspondientes a seis mil especies, de las cuales dos mil eran nuevas en una época en la que se conocían seis mil.

En su vejez recibía entre cuatro mil y cinco mil cartas al año. Se quejó de ello en la prensa. Los diarios informaban periódicamente sobre su salud. Casi como en un protomuro de Facebook, publicó un suelto para contar que se sentía mejor y pedir que le dejaran tiempo para escribir.

Para su hermano, tenía una “enfermedad centrífuga” que lo llevaba a viajar. Pero Humboldt, desde joven, lo expresaba con una idea muy bella: “fernweh”, una atracción inexplicable a lo desconocido, la añoranza de lugares lejanos. Pero también la tristeza por estar en casa (y lejos de todo eso). Demostró que es posible ser un científico romántico. Esa añoranza de lo desconocido lo llevó a construir elementos para mirar el mundo –y a nosotros– de otra manera.

No muestra solamente que otro mundo es posible, sino, sobre todo, que es posible la convivencia de distintos mundos. No es un juego de palabras, sino una realidad amenazante. En el mismo momento en el que Alexander von Humboldt, a través de su correspondencia y sus actividades, conformaba una red de científicos que colaboraba e intercambiaba información por encima de los conflictos entre las monarquías (Humboldt, a pedido de colegas franceses, evitó que los animales del zoológico de París, ocupada por los vencedores de Napoleón, terminaran como alimento de las tropas del zar. Muchas de las muestras de plantas que recogió en Sudamérica, capturadas en alta mar por los británicos, llegaron a sus manos gracias a un salvoconducto del botánico inglés Joseph Banks), se consolidaba la base material de ese mundo de solidaridad y conocimiento creativos: el capitalismo voraz del siglo XIX.

Ahora, lector, ya sabe usted que esa necesidad de vagar, de alejarse rumbo a lo desconocido, puede llamarse “fernweh”. Puede quedarse con esa bella imagen. Pero la vida de Humboldt nos advierte que ese anhelo no es el deseo de la huida, sino el del viaje que alimenta la comprensión, y en el camino construye herramientas para la preservación de la belleza y para combatir lo que la acecha.

La larga vida de Humboldt es el espejo de la catástrofe ecológica moderna: sus pasos son la posibilidad de retroceder en el tiempo y preguntarnos cuándo empezó el desastre.

Orientó su trabajo desde la certeza de que para conocer hay que “experimentar a través del sentimiento” , de que aprendemos a través de la razón y los sentimientos.

Datos

La larga vida de Humboldt es el espejo de la catástrofe ecológica moderna: sus pasos son la posibilidad de retroceder en el tiempo y preguntarnos cuándo empezó el desastre.
Orientó su trabajo desde la certeza de que para conocer hay que “experimentar a través del sentimiento” , de que aprendemos a través de la razón y los sentimientos.

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