Juicio a Dilma: discutir con el árbitro nunca ayuda

Hay cadáver y hay mal olor”, justificó Miguel Reale Junior, uno de los tres acusadores formales en el juicio político que anoche sellaba la destitución de Dilma Rousseff: la víctima, según ese alegato, sería la democracia brasileña.

Una mayoría de la Cámara de Senadores ya había anticipado su aval a esa concepción, considerando a Rousseff responsable de “crimen de responsabilidad fiscal”: aunque no hubiera corrupción ni desvío de fondos públicos y aunque se probara que los manejos financieros de los que se la acusaba eran habituales desde el gobierno de Fernando Henrique Cardoso.

La guerra de tecnicismos desplegada durante todo el proceso de impeachment ya había dejado en claro que su resultado no dependía de una “legalidad” que todos aceptaban como opinable sino de una pulseada política en la que Rousseff siempre jugó en desventaja.

Su propia reelección, en el 2014, nació de la debilidad de una economía que ya mostraba jirones al paso de la baja de los commodities: ya estancado aquel año, el PBI brasileño cayó 3,8% en el 2015 y seguirá en picada al menos hasta diciembre próximo, según todas las proyecciones.

La caída de la actividad industrial repercutía ya entonces en el nivel de empleo (hoy la desocupación araña el 10%, lo que no ocurría desde hace una década) y la urgencia de las urnas empujó a su gestión a los artificios contables que ahora le valen el cargo.

La principal de esas maniobras fue la que la prensa brasileña llama “pedaladas”: el retraso de pagos del gobierno a bancos estatales que realizaban políticas públicas, como el llamado Bolsa Familia (subsidio a los sectores más vulnerables) y préstamos para emprendimientos familiares con interés subsidiado.

Para la oposición, el recurso del gobierno fue un artilugio para disfrazar préstamos (lo que está prohibido por ley) destinados a financiar ayudas sociales. Para la defensa de Dilma, las maniobras no constituían operaciones de crédito, ya que los fondos iban directo de los bancos oficiales a los destinatarios. Más materia opinable.

En el contexto de la operación Lava jato, el proceso anticorrupción más importante en la historia de Brasil, las maniobras contables no podían resultarle más desventajosas a Rousseff: el escándalo por coimas que primero involucraron a la estatal Petrobras y se extendieron a empresas constructoras y a partidos políticos varios (incluido el Partido de los Trabajadores de Dilma) generó en la sociedad un ánimo de indignación por el que ahora paga un precio inimaginable antes de su reelección.

El escándalo mandó a la cárcel en junio del año pasado (y allí sigue) al presidente de la constructora más grande del país, Marcelo Odebrecht, y a varios otros titulares y directores de empresas de ese mismo rubro, lo que da una dimensión bien clara de sus alcances.

Salpicado por el escándalo del Petrolão el propio expresidente Luiz Inácio Lula de Silva, su mentor y verdadero sostén político, para Rousseff las cosas no podían resultar peores, salvo un error garrafal de su gobierno: como en toda pelea, discutir con el árbitro nunca ayuda.

Desde la reelección misma, y en buena medida para tomar distancia del Petrolão, la dirección del PT en el gobierno de Rousseff empezó una sorda pero clara diferenciación de su principal aliado, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB).

Amplia reunión de diversos conglomerados políticos sin más identificación ideológica que el sostenimiento de una estructura partidaria con el mayor alcance a nivel nacional, el PMDB acusó recibo y le devolvió a Rousseff el golpe con toda su fuerza a través de dos de sus “pesos pesados”: el titular de la cámara baja, Eduardo Cunha, y el vicepresidente Michel Temer.

Cunha fue quien habilitó el proceso de impeachment contra la entonces presidenta. Temer es ahora el presidente del Brasil.

La guerra de tecnicismos ya había dejado en claro que su resultado no dependía de una “legalidad” que todos aceptaban como opinable.

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La guerra de tecnicismos ya había dejado en claro que su resultado no dependía de una “legalidad” que todos aceptaban como opinable.

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