“La cruz de hierro” y los ascensos resistibles

Mirando al sur

La primera película que vi en videocasete fue una de guerra. “La cruz de hierro”, de Sam Peckinpah (1977) mantiene la fuerza de los grandes filmes bélicos, como “La patrulla infernal” o “La delgada línea roja”. Siempre fueron duales. Muestran el sinsentido de la guerra, pero al hacerlo rescatan la vitalidad de esa experiencia. Eso encarna el sargento Steiner, el personaje principal de “La cruz de hierro”, un veterano desengañado cuya misión principal es la de garantizar la supervivencia de sus compañeros, que se burla de las jerarquías militares y del nazismo.

La película comienza con una canción infantil alemana (Hänschen klein). Pero mientras los niños de las Hitlerjugend crecen y se arraciman para escuchar hablar a su líder, fragmentos documentales muestran la marcha de Alemania y el mundo hacia la guerra. Y concluye con una serie de fotografías en blanco y negro que cierran el mensaje inicial de la película: si al comienzo la humanidad podía no saber en qué terminaría el nazismo (como esos niños que en la película llevaban la bandera con esvástica en su salida dominguera), al final aparece una serie de fotografías blanco y negro de concentraciones nazis y de muchas de las atrocidades que cometieron. “La cruz de hierro” concluye con una cita de Bertolt Brecht: “¡No celebren su victoria, hombres! Porque aunque el mundo se puso de pie y detuvo al Bastardo, la puta que lo engendró está en celo otra vez”.

La victoria electoral de Donald Trump, hace unos días, me devolvió a esa tarde en la que descubrí asombrado que podía ver una escena tantas veces como quisiera. Volví a evocarla ante la avalancha de notas y opiniones sobre la muerte de Fidel Castro. No se trata de analogías fáciles, aunque me hago cargo de que pueden parecerlo. Ni Trump es Hitler (pero es fascista), ni Castro construyó el paraíso revolucionario por el que generaciones de militantes soñaron y dieron la vida (pero lo intentó). Sin embargo, ambos simbolizan procesos profundos y modelos antagónicos, así como las fuerzas subterráneas que los alimentan: políticas, económicas, sociales, pero también –y sobre todo– ideológicas. Como cualquier símbolo, condensan y simplifican. Esas simplificaciones –que se traducen a veces en inexactitudes históricas, en explicaciones de la parte por el todo– a veces nos hacen perder de vista que representan formas diferentes de entender al mundo y a la sociedad.

Como supe años después, la cita que cierra “La cruz de hierro” es de una parábola teatral de Brecht llamada “La resistible ascensión de Arturo Ui”. Se trata de una parodia acerca de la llegada al poder de Adolf Hitler. Ui es un mafioso en el Chicago de los años 30, que mediante la violencia y los aprietes ilegales quiere monopolizar el comercio de coliflores. Brecht la escribió mientras aguardaba en Finlandia la visa para viajar a los Estados Unidos. Escapaba de la represión nazi. No llegó a verla estrenada en vida.

El ascenso de Ui, el mafioso, es “resistible”, y quizás eso sea lo peor de todo para nuestras mentes cómodas. Lo que genera resistencia, y lo que no, tiene que ver con el grado de tolerancia de las sociedades: a la barbarie, a la muerte, a la injusticia. Cuando vemos que hoy, en la retórica del futuro presidente de la mayor potencia militar del planeta afloran con impunidad proyectos e ideas que remiten a lo peor de aquellos años –potenciados por las emociones manipuladas a escasa masiva– debemos preguntarnos cómo fue eso posible (otra vez). Qué cosas dejamos de ver –en primer lugar la sociedad a la que representa– como para enfrentarlas en su momento. Qué cosas “resistimos”.

Eric Hobsbawm advirtió hace tiempo que cada episodio traumático de violencia colectiva implicaba un “descenso civilizatorio”. La humanidad desarrolla mecanismos jurídicos y memoriales para condenar la barbarie, pero ya la ha experimentado, ya la conoce: la ha pensado, actuado y hasta estetizado. Nunca estuvo más presente la memoria de las víctimas de diferentes exterminios. Pero es probable que eso haya condicionado las maneras en las que miramos los procesos históricos: lo que no percibimos como injusto, lo que no sentimos como parte de nuestras vidas, no indigna y, en consecuencia, no produce respuestas.

No se necesitan guerras o exterminios para que haya víctimas en la historia. Si hay víctimas, hay victimarios; si hay excluidos, hay beneficiarios de esa exclusión. Pero las notas de opinión sobre Trump y Castro remiten en ocasiones a cuestiones morales o formales. Sorprenden, muchas de ellas, por hablar de procesos históricos a partir de abstracciones, porque las dos figuras encarnan procesos históricos y sociedades concretas. Y entonces es importante señalar que no ha habido, desde hace décadas, una alternativa al capitalismo con posibilidades reales de disputar el campo de la imaginación de la utopía, y mucho menos de la acción para realizarla.

Entonces, nos hemos quedado con lo real.

En el epílogo de Arturo Ui, Brecht insta a “mirar en lugar de ver”. Puede haber una ritualización de la indignación que paraliza a la par que satisface. Para volver al cine, ¿cuántas películas bélicas desde “La cruz de hierro”? ¿Cuánto más fácil es ahora repetir hasta el cansancio –hasta volver a dormirse– aquellos fragmentos que nos gustaron, para sentirnos buenos, mientras el mundo se desploma, y Ui maneja los precios del coliflor?

No se necesitan guerras para que haya víctimas en la historia. Si hay víctimas, hay victimarios; si hay excluidos, hay beneficiarios.

Las notas sobre Trump y Castro remiten en ocasiones a cuestiones morales o formales. Sorprenden por hablar de procesos históricos a partir de abstracciones.

Datos

No se necesitan guerras para que haya víctimas en la historia. Si hay víctimas, hay victimarios; si hay excluidos, hay beneficiarios.
Las notas sobre Trump y Castro remiten en ocasiones a cuestiones morales o formales. Sorprenden por hablar de procesos históricos a partir de abstracciones.

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