La educación en crisis

Mirando al sur

Los sindicatos docentes están celebrando el fin de las vacaciones de verano con las ya tradicionales andanadas de anuncios belicosos con los cuales suelen anticipar el comienzo del año lectivo. Es de prever que en los meses próximos se pierdan muchos días de clase en los colegios públicos y que aquellos padres que están en condiciones de hacerlo opten por enviar a sus hijos a escuelas privadas. Lo que quieren los sindicalistas, cuyo representante más emblemático es el bonaerense Roberto Baradel, es que los docentes ganen mucho más, lo que es razonable, pero sucede que son contrarios a cualquier intento de profesionalizar a quienes llaman “los trabajadores de la educación”, exigiéndoles más a cambio de salarios menos magros que los actuales, lo que con toda seguridad beneficiaría a algunos pero que, entienden, perjudicaría a muchos más.

Tal actitud no se limita a la Argentina. También en Estados Unidos y algunos países europeos los sindicalistas docentes son partidarios fervorosos de la mediocridad. Lo son no sólo por motivos que podrían calificarse de ideológicos –se afirman igualitarios por principio, y por lo tanto en contra del elitismo–, sino también porque se sienten obligados a privilegiar los intereses de los afiliados menos capaces. No extraña, pues, que en buena parte del mundo la calidad de la educación pública refleje el poder de fuego de los sindicatos del sector; en aquellos lugares en que son muy fuertes, los resultados suelen ser pésimos según las pruebas internacionales que se realizan.

Se trata de un problema mayúsculo. Por un lado, se da el consenso casi universal de que el futuro de las distintas sociedades dependerá del nivel educativo de sus integrantes; por el otro, la mera idea de que sea forzoso mejorar la calidad de la educación, lo que supondría hacer de la docencia una profesión de elite, como efectivamente es en Finlandia, Japón, Singapur y las zonas más desarrolladas de China, se ve resistida por sindicalistas presuntamente progresistas a menudo respaldados por agrupaciones políticas populistas o izquierdistas.

Irónicamente, en la Unión Soviética y los países europeos que avasalló después de la Segunda Guerra Mundial, los sistemas educativos que se armaron eran notoriamente reaccionarios conforme a las pautas defendidas por sus hipotéticos correligionarios en el Occidente. Eran muy pero muy competitivos, valoraban mucho el esfuerzo personal y se negaban a abandonar materias consideradas anticuadas por gente de opiniones avanzadas. Asimismo, en la China nominalmente comunista, a nadie se le ocurriría cuestionar el elitismo despiadado que es la característica más notable del sistema educativo nacional.

No cabe duda de que al presidente Mauricio Macri y a algunos miembros del gobierno que encabeza les gustaría que la educación pública argentina se asemejara mucho más a la china o soviética –o sea, al modelo preferido por “el socialismo real”– que a los esquemas que son típicos del facilismo progresista occidental que se ven reivindicados por los sindicalistas que subordinan todo a los intereses inmediatos del grueso de los afiliados, de ahí la oposición feroz a cualquier intento de evaluar su desempeño. No es que los macristas hayan “declarado la guerra a la educación”, como aseveran los jefes de la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (Ctera), es que dan por descontado que dejarla en manos de los comprometidos con el sistema existente significaría resignarse al fracaso.

Por desgracia, no hay ninguna salida fácil de la situación nada promisoria en que se encuentra la educación. Aun cuando un eventual boom económico posibilitara aumentos salariales suficientes como para apaciguar por un rato a los sindicalistas, un gobierno resuelto a reformar el sistema nacional para ponerlo a la altura de los de Finlandia, Corea del Sur, Japón y los centros urbanos de la costa relativamente desarrollada de China tendría que encontrar la forma de remplazar a docentes inadecuados por otros debidamente capacitados, lo que en el sector público no sería del todo sencillo, ya que los sindicalistas no vacilarían en organizar paros destinados a mantener a raya el espectro del elitismo.

Con todo, si bien los sindicalistas docentes han hecho un aporte enorme al deterioro de un sistema que hasta hace algunas décadas estaba entre los más eficaces del planeta, no les han faltado colaboradores. Al difundirse la convicción de que la educación es “un derecho” inalienable, demasiados lograron persuadirse de que se trataba de algo que el Estado debería repartir de manera equitativa sin intentar distinguir entre los dispuestos a aprovechar las oportunidades y aquellos que no hacen esfuerzo alguno por aprender pero así y todo defienden, con el respaldo de muchos padres, su “derecho” a conseguir los diplomas correspondientes. Huelga decir que la negativa a discriminar o, como dicen los populistas, a “estigmatizar” a los incapaces de alcanzar el nivel exigido haría imposible la creación de un sistema educativo de calidad.

En el fondo, educarse es una empresa individualista. Tratarlo como si fuera colectivista, por suponer que en una sociedad igualitaria todos deben progresar al mismo ritmo, sólo sirve para desalentar a los buenos y premiar a los peores, como en efecto ha sucedido no sólo en la Argentina sino también en distritos determinados de muchos otros países en que el deterioro de la educación pública está motivando angustia. Al procurar hacer del sistema educativo local una herramienta para la construcción de una sociedad que a su juicio sería más equitativa, inclusiva y uniforme, grupos de ideólogos se las han arreglado para privar a los más capaces de la posibilidad de sacar pleno provecho de sus propios talentos innatos sin por eso ayudar a sus contemporáneos menos dotados. Han sido tan deletéreos los resultados de sus esfuerzos en tal sentido que, al provocar la reacción de padres preocupados por el futuro de sus hijos, han contribuido al resurgimiento de los movimientos derechistas –mejor dicho, antiprogresistas– en Estados Unidos y buena parte de Europa, que están cambiando el mapa político del mundo desarrollado.

No extraña que en buena parte del mundo la calidad de la educación pública refleje el poder de fuego de los sindicatos del sector. Se trata de un problema mayúsculo.

En el fondo educarse es una empresa individualista. Tratarlo como si fuera colectivista sólo sirve para desalentar a los buenos y premiar a los peores.

Datos

No extraña que en buena parte del mundo la calidad de la educación pública refleje el poder de fuego de los sindicatos del sector. Se trata de un problema mayúsculo.
En el fondo educarse es una empresa individualista. Tratarlo como si fuera colectivista sólo sirve para desalentar a los buenos y premiar a los peores.

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