La sociedad del espectáculo es cada vez más burguesa

Mirando al sur

Hace una década el libro de Chris Anderson “La larga cola (por qué el futuro de los negocios es vender menos de más cosas)” seducía tanto a los gerentes de marketing como a los intelectuales apasionados por las nuevas tecnologías. Anderson le mostraba al mundo que internet había abierto mercados potenciales para casi cualquier producto, por más “de nicho” que eso se hubiese considerado hasta entonces.

Una mirada muy a vuelo de pájaro por los territorios más concurridos de internet parecería darle la razón a “La larga cola”: un video anónimo en Youtube en el que se ve a un perro que apoya sus patas sobre las teclas de un piano mientras lanza sus alaridos frente a una cámara obtiene 15 millones de visitas. Y hay muchísimos ejemplos similares: desde niños que desarman sus juguetes hasta gente que hace malabarismo con huevos de gallina.

Pero a la hora de monetizar la fama en internet, millones de clics no se traducen inmediatamente en dólares depositados en la cuenta bancaria. Menos aún cuando esos clics son producidos por un video o un archivo de sonido circunstancial, aislado de una producción consistente que lo sostenga.

Las redes de streaming musical muestran que en EE. UU. en el 2015 las 1.000 canciones más escuchadas fueron pasadas unas 57.000 millones de veces (en el 2016 eso se concentró aún más: las 1.000 más escuchadas lograron 96.000 millones de repeticiones), mientras que hubo 4 millones de canciones del catálogo de Spotify que no fueron reproducidas ni siquiera una sola vez. A eso se suma que más de 10 millones de canciones tuvieron menos de 10 reproducciones en todo el año (con el 85% de este grupo reproducido sólo entre 1 y 5 veces).

En todos los géneros del entretenimiento y del espectáculo la oferta se ha ampliado de manera exponencial. Hoy se producen más canciones por año que en toda la producción musical de la humanidad antes de la invención de internet. Tenemos disponible más sonidos que nunca. Pero, a la vez, el mercado se va concentrando. Se vende más de los más vendedores. La larga cola ha permitido que haya más oferta, pero sólo los que están en la cabeza son los que obtienen grandes ganancias.

En ningún mercado se lo ve mejor que en el cine: las cinco películas que más entradas vendieron en todo el planeta en el 2016 fueron producidas por Disney. En total se estrenaron miles de filmes el año pasado, pero apenas 5 de ellas concentraron el 20% de las entradas vendidas. No es casualidad que sea Disney. Bob Iger asumió como CEO de Disney en el 2005 y propuso para la empresa lo contrario de lo que propondría un año más tarde Chris Anderson en “La larga cola”: vender mucho más de mucho menos cosas. Y así fue que Disney ganó más dinero que nunca gastando menos que nunca. Disney apostó a concentrar las marcas más valiosas del mundo del espectáculo (gastó, para lograrlo, 15.500 millones de dólares) y compró Pixar, Marvel y Lucas Film. Redujo la cantidad de filmes que producía por año a sólo aquellos que creía que serían éxitos absolutos de taquilla. Y en estos 12 años no falló jamás.

En iTunes o Amazon hay decenas de millones de canciones disponibles pero, según un estudio de Anita Elberse (de la Harvard Business Scholl), en el 2007 las 40 canciones más vendidas concentraron cerca del 10% de todas las ventas. El 91% de las canciones logró menos de 100 ventas cada una (un 24% del total, es decir, casi 5 millones, sólo obtuvieron una venta cada canción). En los años siguientes al primer estudio (2007) la tendencia a la concentración no hizo más que agudizarse.

En sentido contrario a Disney, Netflix se ve como una industria de la larga cola y gasta miles de millones para producir y contratar entretenimiento para todos los nichos imaginables. Pero los 50 títulos más vistos de su catálogo concentraron el 40% de la audiencia total. Hay muchos títulos en el catálogo de Netflix que no ha visto nadie. Y muchos más que tienen un público tan pequeño que no paga la prima que la empresa debe desembolsar por los derechos de reproducción.

¿Por qué, habiendo millones de posibilidades, la mayoría de las audiencias se concentran en unas pocas producciones? Porque conocer los contenidos masivos permite participar de la discusión pública. Ser hincha de un equipo de fútbol o fan de un artista famoso es una forma de pertenencia. En las redes sociales, en la oficina o en la escuela, no comentar el filme de moda, el partido de la semana o el último éxito de Beyoncé es una forma de quedarse fuera del círculo. Aislarse del mundo es una opción para pocos que, además, suelen tener ídolos alternativos que no son tampoco tan minoritarios, aunque no tengan las audiencias gigantescas de los que revientan el rating o las taquillas.

Las distintas formas del espectáculo producen miles de millones de contenidos y no hay realmente tiempo para ver o escuchar todo lo que se produce. Hay que elegir: o pasarse el tiempo investigando (que es algo que hacen algunos pocos) o ver lo que ve la mayoría (del círculo al que uno pertenece o quiere pertenecer). Ver lo que ven todos es, además de un posible disfrute, una buena inversión del poco tiempo que tenemos: ahora puedo entrar en la conversación.

Ahora puedo relacionarme. Ahora no me siento solo. Ahora creo que sé qué hacer para que este vacío no me enloquezca. Ahora siento que le encuentro algún sentido al absurdo angustiante de haber nacido.

Las 1.000 canciones más escuchadas fueron pasadas unas 57.000 millones de veces, mientras que hubo 4 millones de canciones en Spotify que no fueron reproducidas ni una vez.

Se vende más de los más vendedores. La larga cola ha permitido que haya más oferta, pero sólo los que están en la cabeza son los que obtienen grandes ganancias.

Datos

Las 1.000 canciones más escuchadas fueron pasadas unas 57.000 millones de veces, mientras que hubo 4 millones de canciones en Spotify que no fueron reproducidas ni una vez.
Se vende más de los más vendedores. La larga cola ha permitido que haya más oferta, pero sólo los que están en la cabeza son los que obtienen grandes ganancias.

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