Liderazgos personalistas

ALEARDO F. LARÍA (*)

El médico francés Gustavo Le Bon escribió en 1895 un breve ensayo que, bajo el título de “Psicología de las masas”, alcanzó una enorme repercusión en su época. Su obra, que contenía indudables trazos racistas, alimentó el pensamiento reaccionario de las elites conservadoras de muchos países e influyó en las ideas de Hitler y Mussolini. Pueden encontrarse rastros de sus pensamientos inclusive en las opiniones de Perón sobre la relación del líder con las masas. Algunas de sus observaciones, sobre el potencial autoritario latente en grandes colectivos, tienen todavía singular vigencia. Un capítulo del libro de Le Bon está dedicado a describir a los líderes políticos que denomina “conductores de masas” y a los medios de persuasión que utilizan. Las opiniones que de las masas tenía Le Bon –“un rebaño que no sabría carecer de amo”– resultan inadmisibles hoy en día. Pero la descripción que hace de los estilos de liderazgo personalistas goza todavía de actualidad y muchos lectores probablemente la verán fielmente reflejada en los comportamientos de algunos líderes autóctonos. Afirmaba Le Bon que los conductores de masas no son hombres de pensamiento sino de acción. Consideraba que son poco clarividentes porque la clarividencia conduce generalmente a la duda y la inacción. “Se reclutan sobre todo entre aquellos neuróticos, excitados y semialienados que se hallan al borde de la locura. Por absurda que sea la idea que defienden, o la finalidad que persiguen, todo razonamiento se estrella contra su convicción”. Para Le Bon, la autoridad de los líderes es muy despótica y sólo llegan a imponerse gracias a su despotismo. “Los conductores de masas tienden a sustituir progresivamente a los poderes públicos, a medida que éstos permiten que se los discuta y debilite”. El líder es, la mayoría de las veces, un sujeto hipnotizado por la idea de la cual se ha convertido en apóstol y le parece errónea y superflua toda opinión que lo contradiga. Otro elemento de la personalidad de los líderes que describía Le Bon hace referencia a su enorme poder de voluntad, un rasgo que resulta singularmente atractivo para las masas. “Sacrifican todo, su interés personal, su familia. Incluso se anula en ellos el instinto de conservación, hasta el punto en que la única recompensa que con frecuencia solicitan es el martirio”. También señalaba los riesgos que conlleva todo liderazgo personalista. “Si a consecuencia de un accidente cualquiera desaparece el líder y no es inmediatamente sustituido, la masa se convierte en una colectividad sin cohesión ni resistencia”. El fracaso hace perder bruscamente el prestigio. Como el prestigio que se discute no es ya prestigio, los dioses y los hombres que han querido guardar el suyo no han tolerado jamás la discusión. Cuando se pierde, todo el edificio, trabajosamente construido, se viene abajo y sólo queda flotando el polvo del derrumbe. Para Le Bon es enorme la similitud entre las creencias políticas y las religiosas. Ambas adoptan siempre una forma que las pone al abrigo de discusiones y gozan del intolerante ardor propio de los sentimientos religiosos. Para Le Bon, fenómenos como las guerras de religión o la Inquisición son de un orden similar al de las revoluciones políticas, que son “llevadas a cabo bajo la sugestión de aquellos sentimientos religiosos que conducen forzosamente a extirpar a sangre y fuego cuanto se opone al establecimiento de la nueva creencia”. Afirma que las masas, que revisten de un mismo y misterioso poder a la fórmula política o al líder que momentáneamente las atrae, experimentan sentimientos que están en la base de todo fenómeno religioso: “adoración de un ser al que se supone superior, temor al poder que se le atribuye, sumisión ciega a sus mandamientos, imposibilidad de discutir sus dogmas, deseo de difundirlos, tendencia a considerar como enemigos a todos los que rechazan el admitirlo”. Si la intolerancia y el fanatismo constituyen el acompañamiento habitual de los sentimientos religiosos, resultan inevitables –afirma Le Bon– en aquellos que creen poseer el secreto de la felicidad terrenal o de la eterna. “Los jacobinos del Terror eran tan acendradamente religiosos como los católicos de la Inquisición y su cruel ardor derivaba de la misma fuente”. Algunas reflexiones de Le Bon han sido incorporadas al pensamiento moderno sobre el fenómeno político. Así lo hace Régis Debray –quien fuera ideólogo del Che– en una obra escrita en 1981 (“Crítica de la razón política”) que todo hombre que hubiera bebido en las aguas del marxismo no debiera dejar de leer. Afirma Debray que “hay hipnosis amorosa en los delirios de los cultos de la personalidad, y en la fascinación por los jefes, un narcisismo colectivo que muchas veces se ignora”. La prueba de que la naturaleza de lo político es esencialmente religiosa la tenemos hoy todos los días, cuando comprobamos la inutilidad de debatir con alguien que se ha convertido en el infatigable seguidor de un nuevo credo político. Le Bon era, sin duda, un recalcitrante conservador, pero algunas de sus observaciones resultan más atinadas que las que embelesan a tantos diletantes progresistas de nuestro tiempo. (*) Abogado y periodista


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