Los políticos más exitosos del mundo

Cuánto vale el voto de un diputado? Depende de las circunstancias. Algunos dicen que en la actualidad el precio de mercado es 50.000 pesos, pero que en casos especiales un legislador que sabe negociar y hacerse rogar puede llegar a cobrar medio millón, lo que no estaría nada mal para menos de un minuto de trabajo en un país en que el ingreso per cápita anual ronda los 25.000 pesos. ¿Y el de un senador? Por lo de la oferta y la demanda –hay menos senadores que diputados–, será mucho más. Claro, sólo se trata de rumores cuya eventual veracidad nunca se verá debidamente comprobada, pero no cabe duda de que la mayoría los encuentra plausibles. Como año tras año los alemanes de Transparencia Internacional se encargan de recordarnos, en la Argentina se supone que casi todos los políticos, funcionarios, empresarios, sindicalistas y policías son irremediablemente corruptos. También se supone que cualquier legislador que se precie puede convertirse en un millonario con tal que esté dispuesto a respetar los códigos vigentes. Aun cuando la realidad no sea tan espantosa como a muchos les gusta creer –parecería que para algunos el que la Argentina sea considerada un antro es motivo de orgullo perverso–, la convicción generalizada de que el país está en manos de personajes que no vacilarían en venderse al mejor postor es de por sí suficiente como para hacer de la política una actividad rocambolesca, una en que hombres y mujeres que se proclaman dechados de virtud se dedican a enriquecerse a costillas de sus compatriotas honestos. En sociedades en que se da por descontado que la corrupción es ubicua, hasta los moralistas más puritanos suelen sentirse constreñidos a actuar como cómplices de quienes carecen de escrúpulos, negándose a denunciarlos ante la Justicia por miedo a desencadenar una crisis institucional de consecuencias imprevisibles. Por motivos honorables, respetan el pacto de silencio –de omertà– por suponer que la alternativa sería todavía peor. En cuanto a la ciudadanía rasa, no está en condiciones de distinguir entre quienes tienen las manos limpias y los demás. Pues bien: a juzgar por la cantidad de dinero que, según quienes se afirman indignados por el escándalo de coimas de turno, se necesita para lubricar la maquinaría institucional del país, los políticos locales están entre los mejor remunerados del planeta. Lo estarían aunque lo de las coimas resultara ser sólo una fantasía barroca: hace varios años se estimaba que el costo de mantener a los representantes del pueblo en el estilo al que están acostumbrados es por lo menos diez veces mayor que en el legendario Primer Mundo. En aquel entonces causó cierto revuelo la información de que, en la provincia paupérrima de Formosa, cada legislador costaba siete veces más que su homólogo de Baviera, una repartición alemana famosamente opulenta con 24 veces más habitantes y un producto bruto que era 150 veces mayor, pero, para alivio de los atribulados dirigentes formoseños, el asunto no tardó en caer en el olvido al ser tapado por otros más impactantes. Últimamente, no se han difundido muchos detalles sobre los costos de las distintas Legislaturas municipales, provinciales y, desde luego, nacionales en comparación con las de otras latitudes. Se entiende: dejarse preocupar por un tema tan miserable como los ingresos de los políticos equivaldría a atentar contra la democracia. Como suelen señalar los políticos mismos cuando se otorgan un nuevo aumento salarial, sería un error garrafal tratar de ahorrar dinero reduciendo sus haberes o privándolos de los secretarios, asesores y chóferes, etcétera, que necesitan para desempeñar con eficacia sus arduas labores. Por lo demás, sólo serviría para estimular más corrupción puesto que, por una cuestión de prestigio, un político pobre se vería tan despreciado por sus pares que para merecer su respeto tendría que adquirir cuanto antes un patrimonio personal digno. Con frecuencia se oye decir que la clase política local es de calidad inferior –en una ocasión Eduardo Duhalde, un integrante destacado de la cofradía, afirmó que a su entender se asemejaba a un montón de estiércol–, pero quienes piensan así se equivocan por completo. Lejos de ser una manga de charlatanes inútiles, es una maravilla. Por cierto, a través de los años la clase política argentina ha sabido defender sus intereses corporativos con un grado de astucia que otras no pueden sino envidiar. Ha obrado con tanta eficacia que hace tiempo logró independizarse del resto del país y, mejor aún, ha aprendido a sacar provecho de sus propios fracasos más estruendosos. El método elegido es muy sencillo. Consiste en imputar todos los desastres nacionales a la maldad ajena, de tal modo asegurándose la solidaridad del pueblo y acallando a los muchos que, pasajeramente en el 2001 y a comienzos del 2002, les gritaban improperios para pedirles que se fueran todos a un lugar muy lejano. Huelga decir que el político más exitoso en tal sentido resultó ser Néstor Kirchner. Después de ser elegido presidente con apenas el 22% de los votos, el santacruceño recién fallecido consiguió transformarse en el político más popular del país, por un margen amplio, en un lapso asombrosamente breve porque entendía muy bien que lo que la gente reclamaba era chivos expiatorios, de ahí sus embestidas furiosas contra el Fondo Monetario Internacional, los “neoliberales”, los militares, los inversores extranjeros y aquellos acreedores que se resistían a perder su plata. Por haber desviado así la atención popular del aporte de la clase política nacional a la catástrofe económica que se había abatido sobre el país, Kirchner se granjeó la gratitud no sólo de los que acababan de depauperarse sino también de sus congéneres. Pensándolo bien, se trataba de una obra maestra del arte política, una equiparable con la realizada por Juan Domingo Perón, que también supo movilizar los instintos patrióticos de la población convenciéndola de que era víctima inocente de una conjura internacional monstruosa. Al dar prioridad a la defensa de “lo nuestro”, o sea del statu quo, ambos populistas libraron a los políticos de la necesidad de impulsar cambios destinados a producir mejoras concretas ya que les basta hablar pestes de los presuntos conspiradores, privilegio éste que, de estar en lo cierto quienes acusan al gobierno actual de repartir coimas jugosas como si se tratara de golosinas a fin de conseguir los votos que necesita para mantener la caja llena, la mayoría está resuelta a conservar.

JAMES NEILSON

SEGÚN LO VEO


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