Macri contra los agoreros

El gobierno de Cambiemos se ve ante un dilema nada agradable. Por motivos políticos y económicos, tiene forzosamente que intentar difundir optimismo. Como nos recordaron los resultados de las elecciones legislativas de octubre pasado, hasta cierto punto lo ha logrado. Sin embargo, la sensación de que podría haberse iniciado una fase relativamente positiva hace más difícil los cambios que en su opinión son infaltables, ya que son cada vez menos los sectores dispuestos a ceder, aunque fuera un poquitito, en beneficio del conjunto.

Es comprensible: ¿por qué resignarse a perder derechos adquiridos si el consenso es que la economía no está en medio de una gran crisis sino que, por el contrario, ha comenzado a crecer a un ritmo satisfactorio? Para que los macristas concretaran pronto todas las reformas que se han propuesto, sería necesario que casi todos creyeran que, a menos que lo hiciera, el país correría peligro de precipitarse nuevamente por un abismo, pero en tal caso el gobierno se encontraría en una situación política tan precaria que podría caer en cualquier momento.

Así pues, lo mismo que tantos gobiernos anteriores, el de Mauricio Macri se siente obligado a manejar la economía como si fuera varias veces mayor de lo que efectivamente es. Puesto que aquí el realismo suele ser políticamente suicida, entiende que no tiene más alternativa que la de repartir plata a borbotones entre los gobernadores provinciales, ya que de otro modo nadie apoyaría las reformas que tiene en mente para que, por fin, el país pueda aprovechar a pleno sus muchas ventajas naturales.

¿Funcionará la estrategia elegida por los macristas de tranquilizar a peronistas influyentes entregándoles pagarés? En el corto plazo, puede que sí. Por lo menos, le ha permitido a Macri conseguir la aprobación parlamentaria de ciertas leyes antipáticas que cree fundamentales, pero no hay ninguna garantía de que lo ayude a reducir mucho una tasa de inflación que aún está entre las más altas del planeta.

No se trata de un problema menor, la voluntad de los integrantes de las elites políticas, sindicales y empresariales de vivir por encima de los medios posibilitados por la economía nacional y, lo que es peor, de manejarla como si apenas importaran la productividad y otros detalles molestos está en la raíz del empobrecimiento de más de una tercera parte de la población.

La Argentina es un país estructuralmente inflacionario. Lo es porque no sólo los políticos sino también muchos otros, incluyendo los más pobres, están convencidos de que es en verdad mucho más rico de lo que harían pensar los odiosos números. Una consecuencia de dicha ilusión es que ni siquiera los gobiernos más “neoliberales” se animan a tomar la triste realidad en serio.

Es por lo tanto lógico que los escasos economistas privados que sí lo hacen se vean denostados como fanáticos a quienes les encanta aterrorizar a la gente hablándole de desastres por venir, para entonces afirmar que convendría echar a la calle a millones de empleados públicos contratados por los kirchneristas que a su juicio no sirven para nada útil. Huelga decir que si al gobierno de Macri se le ocurriera obrar así desataría una rebelión callejera mucho más violenta que la de algunas semanas atrás.

Así y todo, es innegable que desde mediados del siglo pasado los agoreros que vaticinaban que el modelo de turno sufriría un fin catastrófico han acertado con mucha más frecuencia que los socialmente sensibles que nos aseguraban que todo saldría bien. Los macristas esperan que en esta ocasión personajes como José Luis Espert se hayan equivocado y que, luego de corregirse poco a poco las muchas distorsiones económicas, la Argentina termine “normalizándose” sin que resulte necesario hacer ajustes insoportablemente dolorosos, pero la experiencia hace pensar que se trata de una apuesta arriesgada.

Mucho dependerá de la capacidad de los macristas para seducir a los inversores tanto locales como foráneos. Hasta ahora, los resultados de los esfuerzos en tal sentido han sido decepcionantes: las palabras alentadoras de elogio que han pronunciado gurús y estadistas extranjeros impresionados por la retórica oficial no han sido acompañadas por el dinero previsto. Por desgracia, la reputación financiera de la Argentina sigue siendo tan mala que podrían pasar algunos años más antes de que los empresarios del resto del mundo decidan que les valdría la pena confiar en las promesas de sus gobernantes, lo que, claro está, es motivo de frustración para ellos pero de satisfacción para los resueltos a mantener las cosas como están y que harán todo cuanto puedan para sabotear los cambios ensayados por los macristas.

Los políticos y muchos otros están convencidos de que la Argentina es en verdad mucho más rica de lo que harían pensar los odiosos números.

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Los políticos y muchos otros están convencidos de que la Argentina es en verdad mucho más rica de lo que harían pensar los odiosos números.

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