Postpolítica y actualidad

Desde hace algunas décadas se viene planteando la crisis de la política en las sociedades occidentales.

Para ello inciden aspectos diversos, entre los que cuentan el ocaso del Estado-nación, las falencias de la democracia formal y la creciente distancia que media entre los muchos desfavorecidos y aquellos pocos que concentran la riqueza mundial.

También acecha un indisimulable déficit en materia de imaginación política. Prueba de ello resulta que el objetivo de las agrupaciones contemporáneas más radicales no consiste en alcanzar mejores condiciones de vida, sino en recuperar las perdidas.

Se lucha por regresar al Estado de bienestar de mediados del siglo XX y son escasas las propuestas paralelas al capitalismo y a la democracia liberal.

Han quedado en el recuerdo las protestas de 2011-2015 en España, denominadas inicialmente Movimiento 15-M e Indignados. E incluso Occupy Wall Street, que a partir de septiembre de 2011 mantuvo ocupado el Zuccotti Park de la ciudad de Nueva York.

Ellas fueron movilizaciones ciudadanas mayoritariamente surgidas en las redes sociales, que protestaron en contra de la concentración económica y las desigualdades sociales.

Durante su visita a Buenos Aires, en el año 2003, el filósofo esloveno Slavoj Zizek sostuvo que en la época de nuestros padres en las universidades se debatía si el mundo del futuro sería predominantemente socialista, capitalista o fascista.

Y que hoy, sin embargo, es más fácil imaginar el fin del mundo o cualquier forma de apocalipsis global que una alternativa al capitalismo. La vasta producción de Hollywood, al respecto, basta para ilustrarlo.

Asistimos, según el filósofo, a una suerte de pos-política que pretende dejar atrás las viejas luchas ideológicas para sostenerse en una “eficaz gestión” de la conflictividad social por parte de expertos y tecnócratas.

Su núcleo duro, además del postulado final de las ideologías, consiste en la radical despolitización de la esfera de la economía.

Tan es así que su modo de funcionamiento tiende a no ser objeto de discusión y se acepta como una simple imposición del estado objetivo de las cosas.

Son tiempos pos-políticos, en los cuales no se esgrimen los grandilocuentes discursos que estructuraron los proyectos del siglo XX. Y tampoco son las calles los sitios en los cuales forjar los grandes ideales.

Por el contrario, mediante un incesante activismo digital se activan ahora verdaderas tormentas de indignación. Lo vemos en campañas ensayadas mediante dispositivos que en horas logran sumar millones de esas expresiones.

El activismo digital se ha convertido en una verdadera válvula de escape del descontento existente. Al protestar en la red, los sujetos hostiles obtienen un calmante eficaz.

La participación política con frecuencia se limita a una sucesión de tormentas de indignación que se esfuman a la misma velocidad con la que surgieron. Sucede frente a situaciones diversas, desde un crimen violento a una inundación que desnuda la inacción gubernamental.

Su rasgo central es que son inestables y efímeras, sin capacidad de acción ni de narración. Constituyen un estado emocional que, más allá de su expresión en forma de descontento, no desarrolla ninguna fuerza poderosa de acción.

Se ha dicho que el neocapitalismo tiene la capacidad de asimilar los actos subversivos e incorporarlos a su lógica. Y que una vez detectados, aquéllos son rápidamente convertidos en mercancías y sometidos a principios mercantilistas.

Dentro de esa misma lógica, cuanto más crece la fuerza de un movimiento o un líder social, más probable es que sea neutralizado a partir de su transmutación en un producto de consumo.

Uno que, como cualquier otra mercancía, esté destinado a ser utilizado y desechado con rapidez.

Por muy corrosiva que se vuelva la crítica, ella corre el riesgo de ser finalmente cosificada y reducida a un slogan, imagen o grafiti cualquiera.

* Doctor en Derecho, Profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN)


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