Protestas que incomodan

Muchas de las importantes transformaciones sociales operadas en los dos últimos siglos han sido gestadas en un clima de protesta social.

Revoluciones independentistas que hoy celebramos con reverencia fueron precedidas por esas prácticas reivindicatorias.

Grupos humanos históricamente desaventajados se han vuelto visibles y logrado su reconocimiento a través, entre otros, de esos mecanismos de presión libertaria.

Basta pensar en las luchas de los pueblos coloniales por su emancipación y en el desacato de los sojuzgados por el apartheid en Sudáfrica. En la larga lucha por la afirmación de los derechos civiles en los Estados Unidos y en los movimientos sociales activados ante el horror dictatorial en América Latina.

Y otro tanto en las manifestaciones de las minorías sexuales o en la sostenida lucha por consolidar las prerrogativas de las mujeres, capaces de poner en jaque a los patrones de machismo y patriarcado que las agravia una y otra vez.

De allí que la represión de la protesta social sea un problema que afecta al núcleo más duro de nuestras prácticas democráticas.

En la Argentina, la protesta social como forma de reclamo no institucional constituye un derecho constitucional implícitamente reconocido en nuestra Carta Magna. Es consustancial a la libertad de pensamiento y de conciencia, a la libertad de expresión, de reunión, religión, opinión y asociación.

En el ámbito interamericano, la Relatora Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos señaló que la regla general es que, en principio, todas las manifestaciones están protegidas por el derecho a la libertad de expresión.

Se trata de una protección que opera de modo independiente al contenido de esa expresión, y de la mayor o menor aceptación social y estatal con la que cuente.

Esta presunción general de validez radica en la obligación de neutralidad del Estado ante los contenidos. Pero también en la necesidad de garantizar que no existan individuos, grupos, ideas o medios de expresión excluidos del debate público.

Claro está que la libertad de expresión, incluida la protesta, debe garantizarse no sólo cuando se refiere a la difusión de ideas e informaciones favorables o inofensivas para quienes detentan el poder político del Estado.

Esa garantía se extiende, por mucho que pese, a las expresiones que incluso perturben al Estado o a un sector de la población. Ello se explica por la necesidad de asegurar la voz de las minorías que, en sistemas mayoritarios, suele ser objeto de subordinación.

El ejercicio del derecho a la protesta con frecuencia comprende manifestaciones críticas de determinadas prácticas de gobierno. Aunque también expresiones de colectivos postergados que encuentran así una vía para hacer escuchar sus demandas.

En muchos casos, las movilizaciones sociales han sido la única forma a través de la cual ciertos grupos tradicionalmente excluidos han conseguido reivindicar sus derechos. E incluso insertar sus puntos de vista en el debate público.

Es decir que la protesta y la movilización social se han constituido como herramientas de petición a la autoridad pública y también como canal de denuncias sobre abusos o violaciones a los derechos humanos. Sobre todo en sociedades marcadas por la desigualdad y el maltrato.

La criminalización de la protesta social complota contra el debate libre y la manifestación de las disidencias, piezas fundamentales de sociedades abiertas, heterogéneas y plurales.

Es por ello que, en principio, resulta cuestionable la penalización de las diversas formas de protesta social, sobre todo aquellas que se concretan en el marco del ejercicio del derecho a la libertad de expresión y de reunión.

La pregunta que debe ser respondida, en definitiva, es si la criminalización se orienta a satisfacer un interés público imperativo y necesario para el funcionamiento de una sociedad democrática. Tan sólo en ese caso debiera resultar procedente.

*Profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro

La protesta y la movilización social se han constituido como herramientas de petición a la autoridad pública y también como canal de denuncias.

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La protesta y la movilización social se han constituido como herramientas de petición a la autoridad pública y también como canal de denuncias.

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