Que se rebelen, que no se rebelen

mirando al sur

Cuando mis hijos eran pequeños inicié con ellos un juego que sabía entonces y sé ahora que no iba a terminar bien, un juego desaconsejado por todas las escuelas psicológicas. Pero mi cansancio de madre de dos y la necesidad eran más fuertes e hice lo que pude, que no es igual a hacer lo que se quiere.

El juego era bastante sencillo: se trataba de prohibir lo que el niño debía hacer, con la finalidad de que terminara haciendo lo que no quería, al tiempo que creía que era él quién elegía rebelarse contra esa prohibición. Suena retorcido y lo es. Pongamos un ejemplo: luego de una tarde de juego había que juntar los juguetes y ninguno quería. Primero yo intentaba lograrlo de la forma clásica: cantitos (“a guardar, a guardar”), largas explicaciones vanas (“está bien tirar todo si luego…”), recompensas (“si ordenás, después…”), amenazas sutiles (“si hoy no ordenás…”), y el resto de consejos ofrecidos por los libros de crianza, las abuelas y el resto del mundo. Cuando nada de eso resultaba, entonces seguía la prohibición: “ni se les ocurra ordenar”. “Llego a ver que alguien levanta un juguete del suelo y se le arma”. Esto lo decía, yo, con un tono decididamente lúdico, mirada de costado, incipiente sonrisa, tal vez hasta un guiño. La idea era darles a entender que aquello era un juego, y no hacerles creer que podrían hacer siempre lo contrario a lo que se les indicaba. Lo increíble es que funcionaba. Primero uno estiraba la mano hacia una pelota y yo “ojito, te estoy viendo, no toques esa pelota”, luego se reían los dos, y por fin y con ayuda, ordenaban. El sistema funcionaba con casi todo. Con los juguetes, con la comida (“no toques ese bocado y menos que menos se te ocurra llevártelo a la boca”), con las rutinas (“no quiero enterarme de que te metiste en la bañadera”), con los horarios (“te aviso que hoy no tenés permitido levantarte de la cama”). Por supuesto no era un juego del que se pudiera abusar, sino una opción a usar cuando todos estábamos de buen humor (ninguna prohibición suena a mentira cuando se está enojado) y acabó en cuanto los niños descubrieron el truco.

Esta larga introducción viene a cuento porque dos especialistas de las ciencias del comportamiento, que seguramente tuvieron madres que los motivaron a hacer lo que no querían sin que se dieran cuenta, se pusieron a investigar el asunto y llegaron a la conclusión de que bien podía usarse esta… ¿manipulación inversa?, para lograr que los adolescentes (¡sí, adolescentes!) tan necesitados de rebelarse, independizarse y desafiar toda autoridad, empezando por la de los padres, decidieran por sí mismos hacer aquello que los adultos consideramos es mejor para ellos.

Christopher Bryan en la Universidad de Chicago y David Yeager en la Universidad de Texas llevaron adelante un estudio que demostró que se podían usar los típicos comportamientos juveniles para mejorar, en este caso, los hábitos alimenticios.

Para ello dividieron a 536 de entre 13 y 14 años en tres grupos. Uno de ellos no recibió ningún tipo de información (grupo de control), otro recibió la información tradicional sobre alimentación sana (que es buena para cuerpo y mente, etc.), y el tercero información pensada especialmente para ellos. A estos jóvenes se les dio a leer artículos que contaban cómo las grandes empresas alimenticias logran que la comida chatarra sea adictiva, cómo manipulan la información y cómo logran que aún los niños más pequeños se conviertan en consumidores sin poder de decisión. O sea, se les mostró la realidad de estas empresas de manera tal que negarse a adquirir sus productos pareciera ser un acto de rebeldía y autonomía, un acto de desobediencia.

Luego del estudio los chicos pertenecientes al último grupo consumieron (por lo menos durante un par de días) menos comida chatarra y menos gaseosas en comparación con los adolescentes de los otros grupos estudiados. Esos jóvenes comprendieron que había una autoridad (las empresas) buscando imponer su posición, casi obligándolos a consumir lo que salía de sus fábricas, a costa de su salud, y respondieron entonces desafiando el mandato. ¡En tu cara, hamburguesa!

Las preguntas que surgen luego de este estudio, sin embargo, aún necesitan respuesta. ¿Se podría, de este modo, lograr que los adolescentes incorporaran hábitos saludables a largo plazo? ¿Se podrían sumar otras campañas, por ejemplo demostrarles lo que las empresas de belleza esperan de ellos (que sean flacos, lindos, y vestidos de cierta manera? ¿El modo en que la industria del videojuego logra que sus productos sean altamente adictivos? ¿Alejarlos de cigarrillo, bebida, drogas? Y si esto se pudiera lograr a través de las ciencias del comportamiento, ¿no comenzarían a usar estas estrategias también “los malos”? Es decir, ¿cuánto tiempo pasaría hasta que la publicidad destinada a los jóvenes lograra hacerlos sentir que comer una hamburguesa o fumar es un acto de rebeldía y no, en cambio, un modo de sucumbir ante la presión de gigantescas corporaciones?

Lo cierto es que no todas las estrategias sirven a todos, y en cuanto los jóvenes se dan cuenta de que es la autoridad la que está logrando lo que quiere (ordenar el cuarto, comer sano) comenzarán a hacer lo contrario y este truco de las ciencias del comportamiento terminará pareciéndose a esos perros que intentan morderse la cola.

Y además, ¿dónde estaría el límite, cómo explicarles a los chicos que desafiar tal cosa está bien y tal otra no corresponde? De cualquier modo vale la pena mantenerse al tanto de estos ensayos e investigaciones y, como los bomberos que intentan llevar el fuego hacia donde podrán apagarlo, no es mala idea encaminar el desafío adolescente hacia algo que a a ellos les haga bien (las madres ya lo sabíamos).

Un estudio realizado en Estados Unidos demostró que se podían usar los típicos comportamientos juveniles para mejorar los hábitos alimenticios.

¿Pero cuánto tiempo pasaría hasta que la publicidad destinada a los jóvenes lograra hacerlos sentir que comer una hamburguesa o fumar es un acto de rebeldía?

Datos

Un estudio realizado en Estados Unidos demostró que se podían usar los típicos comportamientos juveniles para mejorar los hábitos alimenticios.
¿Pero cuánto tiempo pasaría hasta que la publicidad destinada a los jóvenes lograra hacerlos sentir que comer una hamburguesa o fumar es un acto de rebeldía?

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