Rehenes indefensos

Desde el otro lado del mar, las luces de la isla griega de Kos titilaban sobre las aguas del mar Egeo. Abdullah Kurdi junto a su mujer, y sus hijos Galib y Aylan, esperaban escondidos en el bosque. No estaban solos. Otros se habían sumado en el intento de escapar de la desesperación y el hambre. La playa estaba tranquila, la policía parecía haberse tomado un respiro. Tras haber sido descubierto en dos intentos por guardacostas turcos, Abdullah Kurdi apostaba por una tercera vez. Siria ya no era un lugar para ellos. A la hora señalada, subieron a dos embarcaciones inflables que no resistieron llegar a mar abierto. En pleno ataque de pánico, esos migrantes que huían en busca de una vida mejor hundieron sus sueños en la misteriosa oscuridad del mar.

Amanecía aquel 2 de septiembre de 2015. Entre la arena y el mar, Aylan, con su camiseta roja y su pantalón corto, parecía dormido después de una larga noche donde la muerte vino a buscarlo. Su fotografía se convirtió en otro símbolo más de la tragedia diaria de aquellos que lo arriesgan todo en busca de una vida que los haga reconocer su condición de humanos, algo que no encuentran en sus propios países.

Dos años después de aquella imagen que recorrió el mundo, más de 500 menores han muerto ahogados en el Mediterráneo en su intento de llegar a algún lugar de la costa europea, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

Los líderes europeos y africanos reunidos la semana pasada en París trazaron un nuevo plan para gestionar el flujo migratorio originado en países como Libia, Níger y Chad, que también operan como lugares de tránsito para migrantes y refugiados. La Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) mostró cierto optimismo por los compromisos asumidos, pero advirtió que hace falta mucho más para proteger y salvar vidas.

El plan aboga por preservar la seguridad y estabilidad en esas naciones africanas desde donde se genera la migración, que derive en una reducción de la cantidad de gente que se aventura a cruzar el Mediterráneo, y que a su vez ese tránsito se realice en un retorno organizado que proteja a aquellos que no pueden acogerse al estatuto de asilo.

La tragedia de las migraciones y de los refugiados no es un fenómeno exclusivo de Europa o África. Tampoco es algo nuevo, ni siquiera contemporáneo. La globalización permite que cada uno de estos hechos adquiera presencia propia. Imágenes similares a las de Aylan se han repetido también en el sudeste asiático. En enero, Mohamed Shohayet, un niño de poco más de un año de la minoría rohingyas, apareció muerto, tendido boca abajo en el barro, a la orilla del río Naf, después de intentar cruzar con su familia en un bote sobrecargado que los llevaba desde Myanmar hacia Bangladesh.

El secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), António Guterres, advirtió que la situación de la minoría rohingyas podría convertirse en otra “catástrofe humanitaria”.

El incremento de las desigualdades y los conflictos políticos y religiosos, el impacto del calentamiento global y la falta de libertades contribuyen a que crezca el número de familias que intenten huir de sus países de origen. Los niños son esos rehenes indefensos que, sin entender exactamente el por qué, se convierten en las víctimas silenciosas de la pobreza y la necesidad. Un informe de Save the Children indica que del 2000 al 2015 ha aumentado en un 41% el número de niños y niñas migrantes menores de 4 años, y en un 25% los que no superan los 20 años.

Pero esas situaciones sólo revelan una visión parcial de la tremenda realidad de esos niños atrapados por las corrientes migratorias complejas. Pero las oportunidades que les abre el mundo nuevo vienen acompañadas por riesgos quizás tan crueles como los que dejaron: explotación sexual o económica, abuso, abandono.

Esa violencia que marca el terror de los migrantes centroamericanos cada vez que intentan saltar las fronteras para llegar hasta México y luego cruzar a los Estados Unidos. Niños mutilados, violados y asesinados es el saldo de este intento de escapar rumbo a una ilusión que, a veces, se convierte en pesadilla.

Algunos tienen mejor suerte y sobreviven para contar la historia. Elián González, el niño cubano que en 1999 fue rescatado por dos pescadores, aferrado a un neumático, luego de que la balsa en la que viajaba con su madre y otras nueve personas naufragó frente a las costas de Miami, fue un símbolo en América Latina. Desde entonces hasta hoy, el debate sobre la migración mundial se ha agudizado y no encuentra el camino adecuado.

Esta realidad parece desbordar las medidas regulatorias internacionales, concebidas en base a una lógica más propia del siglo XIX que a un mundo globalizado. Y los niños siguen siendo los rehenes indefensos de la desigualdad y la violencia.

*Diplomático

Dos años después de la imagen de Aylan que recorrió el mundo, más de 500 menores han muerto ahogados en el Mediterráneo en su intento de llegar a la costa europea.

Datos

Dos años después de la imagen de Aylan que recorrió el mundo, más de 500 menores han muerto ahogados en el Mediterráneo en su intento de llegar a la costa europea.

Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios