Un mundo sin abrazos (humanos)

Mirando al sur

Las historias duran más que las personas. Las piedras duran más que las historias. Pero aún las más antiguas galaxias están llamadas a desaparecer. Todo, absolutamente todo, morirá, pero mientras vivimos nos cuesta sentir que algún día nosotros no estaremos más (ni nada de lo que conocimos). Es por eso que solemos creer en los gurús que pronostican el futuro. Cualquier cosa (hasta el Apocalipsis) parece mejor que no saber qué nos sucederá. De allí que las utopías (tanto las negativas como las positivas) fascinen la imaginación de la mayoría. Las utopías actuales se centran en el poder absoluto y exponencial del desarrollo técnico. Nos prometen un infierno de máquinas malvadas que nos esclavizarán o un paraíso de vida eterna y feliz. Posiblemente la realidad sea muy diferente.

Revisando las viejas utopías de antaño (desde las series animadas de los 60, como “Los Supersónicos”, hasta las distopías críticas como “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley), lo primero que vemos es que todas se centran en los cambios técnicos. Hay autos que vuelan o drogas que nos ofrecen experiencias nuevas y nos quitan la angustia ante lo inevitable. Pero casi ninguna utopía del pasado (al igual que casi todas las que inventamos hoy) prevé los cambios sociales que se producirán. Cuando en 1917 se hablaba del siglo XXI nadie previó lo que hoy es nuestra vida cotidiana: el feminismo, el matrimonio igualitario, la diversidad sexual, la despenalización del aborto o la discusión sobre la eutanasia. En 1917 en casi ningún país las mujeres tenían derecho al voto y ahora ya más de 65 países han sido gobernados por mujeres.

Hace un siglo, en un hogar de Europa o América vivían, en promedio, unas seis personas (un matrimonio, tres o cuatro hijos y hasta algún abuelo o tía soltera). En París hoy el 55% de las viviendas están ocupadas por una sola persona. Y algo similar (aunque aún no tan masivo) está ocurriendo en Nueva York, Londres, Buenos Aires y hasta en Shanghai (a pesar de que China e India siguen liderando los hogares con más gente bajo el mismo techo).

Que cada vez más gente viva sola tiene consecuencias socioculturales de enorme impacto. Pero es un tema del que casi no se habla (o se lo refiere muy marginalmente). Casi todo lo que hoy sucede en las grandes ciudades está determinado por esta ecuación: mientras más metros cuadrados tiene una vivienda más tendencia hay de que menos gente viva en esos metros cuadrados. Es decir, los que más dinero tienen son los que más solos viven y vivirán más solos en el futuro. Pero como el ingreso promedio mejora para todos, a la larga todos viviremos solos. Y aislados del resto.

Quizá la utopía que está a la vuelta de la esquina es que vamos hacia un mundo sin abrazos. Estamos estableciendo formas de contacto que no requieren presencia física. A través de las redes sociales podemos tener miles de amigos y cientos de miles de seguidores, pero pueden pasar días antes de que mantengamos una conversación interesante con una persona, frente a frente, sintiendo incluso el calor de su cuerpo. La virtualización de la vida cotidiana no es sólo una metáfora: el otro, que antes estaba físicamente enfrente o al lado nuestro, ahora está en los pixeles de una pantalla.

¿Es positivo o negativo esta nueva vida sin gente “de carne y hueso” al lado nuestro? Es demasiado incipiente el cambio como para saber las consecuencias (que seguramente serán enormes). Es más, como mucha gente aún va a la oficina y tiene compañeros con los que habla en presencia física o vive con sus padres o hijos se cree, ingenuamente, que este futuro de soledad sólo es una pesadilla digna de una mente alucinada. Salvo en las villas miseria, en el resto de la ciudad de Buenos Aires, el 30% de los adultos vive solo, y algo menos del 20% vive “en familia” según el modelo tradicional de 1950.

No son las máquinas las que nos están alejando de los demás humanos. Somos los humanos los que no toleramos vivir con los otros. Gracias a las máquinas ahora podemos darnos el lujo de estar solos. Todos los cambios técnicos, sociales y legales apuntan a que cada vez más el individuo pueda vivir más aislado de los otros. Por eso, salir a la calle en el centro de una gran ciudad ya produce fobia: allí están todos esos de los que tratamos de escapar. Y actúan (como también hacemos nosotros) de manera arrogante, agresiva, queriendo imponerse a la fuerza.

Ahora sabemos que la Inteligencia Artificial tiene los mismos prejuicios que los humanos que la crean (según se supo por una investigación de Princeton, liderado por Aylin Caliskan, y publicado en Nature). Al igual que los evaluadores humanos, las máquinas inteligentes suelen elegir para un trabajo a las personas que tienen un nombre europeo por sobre las que tienen un nombre de origen africano. Al igual que los humanos, las máquinas evalúan positivamente a la flores y negativamente a los insectos. Las máquinas nos reflejan. No nos aislamos por “culpa” de la Inteligencia Artificial o de las máquinas, sino que gracias a ellas podemos hacer real el sueño infantil de vivir solos, sin depender de nadie.

Hemos llegado a ser adultos tecnológicamente para poder volvernos niños emocionalmente. Y soñar que, de alguna manera, engañaremos a la muerte.

No son las máquinas las que nos están alejando de los demás. Somos los humanos los que no toleramos vivir con los otros. Gracias a las máquinas podemos darnos ese lujo.

La virtualización de la vida cotidiana no es sólo una metáfora: el otro, que antes estaba físicamente enfrente o al lado nuestro, ahora está en los pixeles de una pantalla.

Datos

No son las máquinas las que nos están alejando de los demás. Somos los humanos los que no toleramos vivir con los otros. Gracias a las máquinas podemos darnos ese lujo.
La virtualización de la vida cotidiana no es sólo una metáfora: el otro, que antes estaba físicamente enfrente o al lado nuestro, ahora está en los pixeles de una pantalla.

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