Una sobredosis de autocrítica

Mirando al sur

Mientras Donald Trump estaba en Varsovia, se las arregló para indignar a muchos académicos y referentes culturales de su propio país y sus equivalentes de los más ricos de Europa al opinar que la civilización occidental es mejor que todas las demás, para entonces preguntarse si las elites gobernantes tenían la voluntad necesaria para defenderla contra los resueltos a destruirla.

Desde el punto de vista de sus muchos enemigos, al hablar de tal modo el presidente norteamericano confirmó que es un racista ignorante, un bruto que es incapaz de entender que todas las culturas son igualmente valiosas. Para quienes dicen pensar así, ensalzar en público los logros materiales, sociales y artísticos de la cultura occidental, como hizo Trump durante su breve estadía en Polonia, es típico de ultraderechistas xenófobos, cuando no de nazis como Hitler que fantasean con apoderarse del mundo entero.

La reacción que provocó el discurso que leyó Trump en Polonia, uno que medio siglo antes, en boca de alguien como John Fitzgerald Kennedy, no hubiera motivado protestas, nos dijo mucho sobre la mentalidad de quienes llevan la voz cantante en los países más poderosos. Son los primeros en la historia de nuestra especie que quieren brindar la impresión de saberse culpables de todos los males del mundo. A diferencia de antecesores que se enorgullecían, a menudo de forma grotesca, de sus propias proezas o las de sus pueblos respectivos, quieren destacarse por su humildad.

Se trata de un fenómeno muy curioso, pero tal vez sea natural que, andando el tiempo, en democracia los rebeldes contra las clases dominantes resulten ser más populares que los consustanciados con el orden establecido. Para congraciarse con el electorado, hasta políticos formados en las universidades más exigentes se sienten obligados a hacer pensar que ellos también comparten los gustos musicales, literarios y artísticos de “la gente”; nada de Mozart o Beethoven, mucho del cantante favorito de las masas. Fingen ser rebeldes contra un statu quo insoportable.

Aunque nadie negaría que, en principio, “la autocrítica” –una costumbre occidental que, por motivos evidentes, los chinos, árabes y otros se resisten a importar a menos que se trate de aleccionar a disidentes acerca de sus errores– es positiva, ya que ha contribuido mucho al dinamismo occidental, hacer de ella una ortodoxia acarrea muchos riesgos. Sociedades dominadas por personas que juran despreciar virtualmente todo lo hecho por los vilipendiados “hombres blancos muertos” de generaciones anteriores, personajes como Platón, Kant y otros de la misma calaña, y que, para más señas, quieren pedir perdón al resto del género humano por los pecados terribles cometidos por sus congéneres menos ilustrados de otros tiempos, no podrán caracterizarse por la confianza en su propio destino.

Siempre es bueno que haya algunos que, como los profetas bíblicos, rabien contra el mundo tal y como es, pero en los círculos intelectuales más prestigiosos de Estados Unidos y Europa no es cuestión de una minoría valiente sino de una mayoría conformista que está esforzándose por silenciar a quienes se atreven a discrepar con los dogmas que hoy en día se suponen progresistas.

Si los críticos más vehementes de las sociedades en que viven realmente creyeran en sus propias palabras, estarían buscando asilo en lugares de Asia o África que están libres de las taras que según ellos afean el maldito mundo occidental. ¿Lo están haciendo? Claro que no. Como sucedía cuando el grueso de la intelectualidad europea juraba creer que el comunismo soviético o chino era mejor que el capitalismo, con escasísimas excepciones prefieren quedarse en casa. Tal decisión puede comprenderse; los capitalistas, tan perversos ellos, colman de honores y dinero a quienes los fustigan, felicitándolos por su coraje moral y honestidad sin preocuparse demasiado por lo que dicen. En ambos lados del Atlántico, ser rebelde suele ser un buen negocio.

Asimismo, sería de suponer que los convencidos de que sus propios países están llenos de racistas reaccionarios de instintos criminales procurarían disuadir a los inmigrantes clandestinos africanos, asiáticos y latinoamericanos que vienen en busca de una vida mejor, advirtiéndoles que, si consiguen entrar después de sobrevivir al viaje duro y muy peligroso que les espera, terminarán esclavizados por un sistema infernal. No lo hacen porque, lo mismo que los inmigrantes en potencia, saben muy bien que sus propias sociedades son preferibles a aquellas que están expulsando a millones de personas.

A primera vista, es paradójica la voluntad de tantas víctimas del imperialismo occidental de vivir en los países de quienes los habían gobernado antes de ponerse de moda la descolonización. Sin embargo, decenas de millones de personas están votando con los pies a favor de lo que de acuerdo común fue un crimen de lesa humanidad, uno que nunca jamás debería repetirse. Por experiencia propia, han llegado a la conclusión de que los regímenes coloniales europeos eran menos malos que los construidos por quienes se ufanaban de haberlos liberado pero que, en la mayoría de los casos, resultaron ser déspotas llamativamente más crueles que los amos arrogantes de antes.

El deseo evidente de decenas de millones de personas de trasladarse a los países desarrollados por los medios que fueran ha forzado a los europeos a comenzar a pensar en cómo mantenerlas a raya. Se han dado cuenta de que hay un límite a la cantidad de inmigrantes africanos o asiáticos que Europa podría absorber sin perder todo cuanto la hace tan atractiva. Para incomodidad de los biempensantes, algunas propuestas, como las de crear “zonas seguras” militarizadas para refugiados en el Oriente Medio y el norte de África, o de encargarse por motivos humanitarios de los “Estados fallidos”, se parecen mucho a los arreglos imperiales de otros tiempos aunque, a diferencia de sus antepasados belicosos, los europeos actuales no querrían saber nada de asumir responsabilidades pesadas aun cuando pueblos hartos de vivir en la miseria les suplicaran volver.

Si los críticos más vehementes de las sociedades en que viven realmente creyeran en sus propias palabras, estarían buscando asilo en lugares de Asia o África.

Es paradójica la voluntad de tantas víctimas del imperialismo occidental de vivir en los países de quienes los habían gobernado antes de la descolonización.

Datos

Si los críticos más vehementes de las sociedades en que viven realmente creyeran en sus propias palabras, estarían buscando asilo en lugares de Asia o África.
Es paradójica la voluntad de tantas víctimas del imperialismo occidental de vivir en los países de quienes los habían gobernado antes de la descolonización.

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