Violencias paradojales

Que una persona pueda desaparecer durante un procedimiento llevado a cabo por una fuerza de seguridad del Estado es una circunstancia que invita a reflexionar.

No es para menos en tanto acontecimiento capaz de hacer de la violencia un instrumento actual de intercambio y acción política.

Echar mano a dicho instrumento no suele resultar producto del azar sino, más bien, una premeditada opción en el manejo de un conflicto puntual. De lo cual resulta, entonces, toda la gravedad del asunto.

La violencia institucional comprende todo acto, por acción u omisión, ejercido por funcionarios públicos que suponga cualquier forma de menoscabo físico o psíquico que afecte derechos humanos fundamentales de las personas.

Este tipo de violencia remite a situaciones que involucran necesariamente tres componentes: prácticas específicas, funcionarios públicos y contextos de restricción de la autonomía y la libertad.

Reflexionar al respecto, cualesquiera sean sus formas y especificidades, trae aparejada la posibilidad de adentrarnos en las formas políticas, económicas y sociales, que hacen de su producción un verdadero ritual exhibicionista.

Se podrá afirmar que las diversas formas de violencia institucional ocurren en el interior de las instituciones del Estado y por fuera de la mirada de intrusos y terceros. Así resulta cuando suceden en el recinto de cárceles, calabozos y otras instituciones de demora o internación de personas.

En otras ocasiones, sin embargo, el escenario escogido para desplegar las violencias es abierto y de fácil acceso. Cada una de sus secuencias es objeto de pormenorizado registro y quienes las ejecutan procuran, justamente, que ellas sean expuestas y minuciosamente identificadas por el público.

La socialización de esas violencias institucionales, tanto en las personas que la sufren como en el resto de la sociedad que las atestigua, persigue efectos concretos.

El primero de ellos radica en su carácter aleccionador, en tanto acción destinada a fundar el poder de subordinación de quienes las ejercen por sobre aquellos que las sufren. Poseen además una entidad moralizadora, puesto que están destinadas hacia quienes merecen, presuntamente, ser objeto de alguna corrección de índole coactiva. Se convierten así en la lógica consecuencia de un sistema perverso de premios y castigos.

En la medida en que son ejecutadas por funcionarios públicos en el ejercicio de su cargo, del cual emana autoridad y legitimidad, resultan ellas producto del quehacer estatal.

Es decir que es el Estado el que, a través de sus agentes, las impone bajo la apariencia de su utilidad y conveniencia social. Lo cual tergiversa el límite entre lo lícito e ilícito y mitifica una noción de orden arraigada en la conveniencia de quienes las ocasionan.

En la medida de su repetición, esas violencias tienden a aumentar el umbral de tolerancia de los victimizados. Lo cual constituye una macabra paradoja: su repetición fortalece la capacidad de sus destinatarios para soportarlas.

La justificación que con frecuencia se esgrime para concretarlas suele basarse en la necesidad de poner fin a la violación de un derecho o a la continuidad de un determinado delito.

Lo antedicho constituye un adicional aspecto paradojal: que un acto irregular e ilegal pueda ser utilizado para imprimirle valor al Estado democrático de derecho.

Las crueldades dispensadas en contra de la vida y la dignidad de las personas operan, afortunadamente, como un curso de agua que no conoce fronteras y corre siempre en procura de auxilio.

Por su naturaleza, sólo encuentran cura y sosiego en la empatía y en la solidaridad de los demás. De allí que el repudio social ante la súbita desaparición de Santiago Maldonado funcione, al menos, a modo de un indispensable reaseguro de cohesión democrática.


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