Vivir sin ley

Freud dijo: “El primer hombre que insultó a su enemigo en vez de arrojarle una piedra fue el que inventó la civilización”. Esa violencia simbólica no deja de ser dañina, pero supone un daño menor. Mientras la violencia física puede matar (y, por lo tanto, obturar para siempre la posibilidad de una reparación efectiva), el daño que produce la violencia simbólica tiene más probabilidades de ser subsanado. Por eso, a lo largo de los milenios, la Justicia pasó de la ley del ojo por ojo a la generación de penas que fueran cada vez menos brutales en lo físico.

El largo camino civilizatorio no ha dejado de tener encrucijadas ni retrocesos. Hace apenas 40 años, durante el momento culminante de la dictadura, en el programa político más difundido en aquellos años (“Tiempo Nuevo”, conducido por Bernardo Neustadt y Mariano Grondona) se solía defender la lógica dictatorial con sofismas muy sofisticados. Por ejemplo, Mariano Grondona, mirando a cámara, le planteaba a la audiencia el siguiente dilema: “Si usted se enterase que en el jardín de infantes en el que está su hijo han puesto una bomba que dentro de unos minutos va a matar a cien niños, ¿aceptaría que se torture a un terrorista que puede confesar dónde está la bomba y cómo desarmarla?”. Muy posiblemente gran parte del público que miraba “Tiempo Nuevo” aceptaba en aquella época la tortura como algo válido: era para “salvar a los niños”.

Por esos mismos años, en Italia había una guerrilla violenta que tenía amplio predicamento entre los jóvenes. Eran las Brigadas Rojas, que justo en ese mismo momento habían secuestrado al primer ministro Aldo Moro. El jefe de la Policía italiana antiterrorista renunció a su cargo porque había recibido la orden de torturar a los presos de las Brigadas Rojas. Se suponía que de esa forma podía obtener datos fehacientes para encontrar a Aldo Moro y liberarlo.

El jefe antiterrorista italiano dijo en su renuncia: “Si yo aceptase torturar a los guerrilleros presos quizás obtendría un dato valioso para liberar a Moro. No lo sé, pero es posible. Lo que es seguro es que la que en ese caso moriría es la república italiana; nos convertiríamos en la Argentina de Videla o en el Chile de Pinochet”. Aldo Moro finalmente fue asesinado, pero la República de Italia sobrevivió.

Una reciente encuesta sobre la credibilidad del Poder Judicial argentino muestra que el 78% no confía en él. Casi el 70% cree que todos los jueces son corruptos. Más de la mitad de los argentinos cree que los ricos siempre son absueltos y los pobres siempre son condenados. Es decir, en la Argentina confiamos menos que poco en el poder político que administra la Justicia.

De esa desconfianza nace el que creamos que el respeto a la ley es un lujo que sólo se pueden permitir los países ricos. Pensamos que los suizos o los finlandeses respetan la ley porque allí el poder político “es más honesto”. Pero es justamente al contrario: esos países (esas sociedades) llegaron a ser ricos porque respetan la ley, que es el pacto de convivencia básica de toda comunidad civilizada. Son países confiables porque son el producto de sociedades que aprendieron –por lo general, muy dolorosamente– que respetar la ley por encima de todos los problemas es esencial para tener una vida en común que sea positiva.

Ese mismo espíritu de respeto por la vida en común guió a los principales movimientos por la ampliación de los derechos que han sido esenciales en el último siglo: tanto las primeras luchas femeninas por el sufragio como el movimiento gay surgido en los 60, tanto el movimiento por los derechos civiles (que buscó terminar con la discriminación racial) como el movimiento por los derechos humanos en la Argentina, todos apostaron a una lucha dentro del marco de la ley y de las formas e instituciones republicanas. A veces tuvieron enfrentamientos con las fuerzas represivas que querían impedirles manifestarse, pero nunca su prédica fue en contra de la ley.

El núcleo central de todos esos movimientos fue contrario a los escraches (que son acciones violentas inventadas por el fascismo italiano), tanto físicos como simbólicos. Cuando una causa que nos parece justa nos invita a violar las normas de convivencia –recurriendo a la violencia, física o simbólica– terminamos destruyendo la justicia de la causa que nos guiaba. Los medios para lograr un fin no pueden ser antagónicos con los fines que buscamos.

Es posible que si no ejercemos violencia (por ejemplo, escrachando a alguien que ha sido liberado porque no se encontraron pruebas en su contra) no sintamos que obtuvimos justicia. Pero es seguro que si violamos sistemáticamente la ley la que muere es la posibilidad de la convivencia republicana.

De la desconfianza en el poder político que administra la Justicia nace el que creamos que el respeto a la ley es un lujo que sólo se pueden permitir los países ricos.

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De la desconfianza en el poder político que administra la Justicia nace el que creamos que el respeto a la ley es un lujo que sólo se pueden permitir los países ricos.

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