Empanadas de la madre de los pollos

Columna semanal

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“Las empanadas de gallina son mucho más sabrosas que las de pollo”, solía decir mi madre para que de inmediato pudiéramos imaginarnos lo que seguía.
Semejante afirmación implicaba que se venía la compra de la gallina y nuestra tarea en esa idea de comida. Mi padre era el más práctico para matar la gallina, porque en ese tiempo te vendían la gallina viva, pero la tarea de desplumarla era cosa de niños. Un olor insoportable a pluma mojada rodeaba toda la tarea, pero cada vez que se les ocurría comer empanadas de gallina todo el proceso era repetido.
Preparaban una olla grande con agua hirviendo y ahí metíamos la gallina, Una a una sacábamos las plumas casi como un juego. Y eso sí que se disfrutaba, porque a la hora de comer esas empanadas siempre nos decían que esa comida era un poco el trabajo de todos. Nos sentíamos importantes y a la vez renegábamos.
Igual estábamos contentos porque la gallina en otra opción de comida era bastante dura, sabrosa, pero dura.
Esa era una de las opciones. La cazuela era frecuente también y la elegida era la gallina. También ahí el lema era el sabor de la madre de los pollos.
En mi pueblo estábamos acostumbrados a que los animales, menos la vaca, se vendían con vida. Convivíamos a veces un par de días con ellos hasta que llegaba la hora de la comida. Nos resultaba cruel terminar con la vida de un animal, pero también resultaba grato cuando un chivo se convertía en asado y las gallinas en empanadas. No había en el pueblo quien venda animales listos para la cocina.
Los chivos, las gallinas, los pollos, los lechones, llegaban vivos y era siempre necesario que en cada casa hubiera alguien ducho para la faena.
Si no lo tenían en casa había que apelar al vecino, y muchas veces eso implicaba un comensal más, sobre todo si se trataba de un lechón, que admitía más invitados.

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