La peña: Una película nueva… en realidad no tan nueva

Columna semanal

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En el pueblo el cine era cosa seria. Las películas, estrenadas y recontra estrenadas en el país y el mundo, llegaban varios años después. Incluso cuando los actores ya estaban retirados o muertos.
Pero era lo que había. Y de verdad que llegara una película generaba una respuesta inmediata en el pueblo. Iban los que podían, y los que no podían al menos una vez al año se daban una vuelta. A veces poníamos cara de lástima y el que controlaba la puerta nos hacía pasar cuando ya el filme estaba rodando y el cine con las luces apagadas.
Cuando el Valiant verde oliva salía con el altavoz por las calles del pueblo significaba que una película empezaba su derrotero. Podía estar cuanto menos un mes en cartelera. En realidad eran dos películas, una más o menos conocida y otra absolutamente extraña.
Pero no había más acontecimientos convocantes, un festival de folclore al año, algunas rifas de un auto y el cine concentraban la atención.
Una película de una hora tranquilamente podría durar el doble de tiempo porque las cintas que llegaban venían recontra proyectadas. Y por ende venían cortadas en muchas partes. Tanto como que de una escena clave pasaba sin freno a una que nada tenía que ver. Encima los cortes se arreglaban en vivo y en directo, es decir, se escuchaba cómo el que proyectaba cortaba cinta Scotch y arreglaba los cuadros para volver a ponerla en marcha. A veces la rebobinaba demasiado y volvíamos a ver la escena que ya habíamos visto.
Las imágenes que alguna vez habían sido logradas en grandes estudios llegaban al cine del pueblo con lluvia porque eran millones de partículas que recorrían la pantalla y que resultaban molestas. Lo que mejor funcionaba era el quiosco del cine, porque adentro las butacas crujían cuando la gente se movía, la luz no era de las mejores y hasta se escuchaba cuando un automovilista tocaba bocina en la calle.

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