Mortadela y Fanta

la peña

jorge vergara jvergara@rionegro.com.ar

No eran más de 200 metros de distancia, pero la oscuridad era absoluta. Por eso antes de ir lo pensábamos dos veces. La invitación siempre era tentadora, pero tenía sus contras. El asunto era ir y volver antes de las 12 de la noche. A esa hora en el pueblo del abuelo Fermín se cortaba la luz. Hablo de al menos 35 años atrás. Y una vez que la luz se cortaba las tinieblas se apoderaban de todo. Saujil, en Catamarca, es el lugar de esta historia simple. Un pueblo de pocos habitantes, zona de agricultores y buenos dulceros, ideal para los chicos, las aventuras, ideal para divertirse sin apelar a otra cosa que no fuera la imaginación. De tanto en tanto nuestros padres nos llevaban al pueblo y ahí pasábamos hermosas vacaciones. Era seguro, muy seguro, no había robos, no había drogas, no había más que la infancia en marcha en busca de entretenimiento. Además de divertirnos teníamos pretensiones de ser adolescentes, de hablar cosas de grandes y de conseguir novia. Sabíamos que, como en todos los pueblos, los visitantes eran vistos con otros ojos y a veces podían conquistar con más facilidad que en nuestro propio lugar. Eran horas y horas de juegos sin ninguna preocupación. El abuelo sólo exigía que nos hiciéramos la cama, que nos preparáramos el mate cocido y que después de almorzar levantáramos la mesa. Apenas despertábamos ya estaba el pan del día en la mesa. Todo muy casero, pero diferente, con los años creo que eso era lo mejor de todo, que teníamos sabores, aromas, rutinas diferentes y eso hacía de Saujil un lugar más tentador todavía. Los guisos del abuelo eran inigualables, no faltaban los asados, el dulce de membrillo casero, las enormes sandías y las uvas rosadas de esas grandes alargadas. Nos sorprendía con alguna de sus cosas. Un día nos dijo que fuéramos a la oración –que en el norte es cuando empieza a caer la tarde y se acerca la noche– al bar de García, que estaba frente a la plaza. Él sabe, está todo arreglado. Vayan. Y fuimos, recién bañados, con el agua que chorreaba del pelo todavía. Llegamos al bar, había tres o cuatro parroquianos jugando al truco, folclore de fondo, un espejo grande con la inscripción de los cigarrillos 43/70 y una enorme heladera mostrador de madera. Apenas nos vio don García, hombre de voz gruesa, pero muy amable, nos dijo: “Siéntense”. No teníamos un peso así que mal nos podíamos sentar. Imaginamos que el abuelo había encargado algo y nos mandaba a retirarlo. Es que el abuelo Fermín solía tener esos misterios. “No, no podemos sentarnos”. “Siéntense”, dijo don García, “el abuelo vino esta mañana a tomar un vermouth y dejó todo arreglado”. No nos quedó otra que sentarnos. En minutos el dueño del bar nos trajo tres platitos repletos de salame, queso cortado en cuadraditos más bien grandes y mortadela. Volvió al mostrador y trajo pan casero cortado, aceitunas y dos vasos. Y el último viaje fue para volver con dos Fantas bien heladas, de esas botellitas que tenían el vidrio como con rayas horizontales. “¿Y esto?”, preguntamos. “Regalo del abuelo”, nos dijo. De tan simple, fue uno de los regalos más lindos que recuerde. Lo disfrutamos tanto, comimos como si fuéramos señores grandes. Lo recordé a propósito del Día del Niño. Con tan poco fuimos tan bien halagados y tan sorprendidos. Es que las cosas simples tienen ese sabor especial que a veces parece que el progreso se llevó por delante. Y sí, fuimos felices con mortadela y Fanta, qué más podíamos pedir. Tal vez la clave sea llevar por siempre en uno un poquito de esos niños que fuimos, tal vez la clave sea sorprender, imaginar y sentirse plenos con pequeñas cosas.


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