Punto de vista

Unos años atrás, volviendo a Buenos Aires, hice una escala de varias horas en Vigo. Como el centro era cerca del aeropuerto, me pareció una oportunidad para dar un paseo por una de las ciudades más turísticas de Galicia.

Pedí un mapa y al rato estaba sobre un puente, algo desorientado. De frente venía un hombre que se cubría de la lluvia con un paraguas. Le pregunté cómo llegar al Casco Viejo, del que me habían hablado muy bien. Me respondió que él iba hacia allá. Mientras caminábamos, me contó que se llamaba Francisco, que tenía dos hijos adolescentes, que llevaba tres años divorciado pero lo había superado, que se había mudado a un barrio que había mejorado mucho y que era feliz.

¿Te apetece entrar?, dijo Francisco de pronto. Al voltear vi abierta la puerta de una casa. Detrás de unas cortinas de plástico había una muchacha con poca ropa. ¿Te apetece?, insistió. Algo incómodo le respondí que prefería ir a almorzar. Me sugirió otro sitio al que llegamos unas cuadras después. Pedimos cervezas y tortilla. La charla era agradable. Le comenté que quería comprar una botella de orujo. Me dijo que tenía uno muy rico, que podíamos ir a su departamento para probarlo y de paso conocía dónde vivía. Fue un poco extraño pero no supe negarme.

El orujo me pareció bastante fuerte, incluso acompañado con café. Apenas avancé con mi copa de aguardiente y él ya se había bebido dos. Charlamos. Le pregunté cómo regresar al aeropuerto. Se sentó a mi lado y con su índice derecho señaló la parada del autobús en el mapa. Mientras me explicaba cómo ir, llevó su mano izquierda por detrás de mi espalda y la apoyó en mi hombro. “No, no”, le dije, tenso. Siguió hablando y enseguida volvió a abrazarme. Me puse de pie y fui al baño. Frente al espejo, me pregunté si Francisco intentaría alguna maniobra más brusca y si decirle que no quería nada con él podría violentarlo. Por un momento no supe cómo escapar.

Volví a la sala y le dije que iría a comprar el orujo. Agarré mi campera y me acerqué a la puerta. Francisco me dio su número de teléfono y me estrechó la mano: “Cuando quieras, vienes y la pasamos bien, llamamos chicas y todo eso”. Salí con el paso apurado. Ya no llovía. Yendo al aeropuerto imaginé a una mujer ante la misma situación.


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