Un domingo cualquiera en la casa del abuelo

Datos

Cuatro palos torcidos, un cañizo bien apretado, sillas de campo con asiento de cuero crudo, una mesa con mantel de colores y el piso bien regado servían para el escenario del encuentro dominguero.
Era un clásico en la vida cotidiana, no hacía falta festejar cumpleaños, aniversarios ni nada por el estilo. Desde las once empezaban a regar el piso para que cuando llegaran los que quisieran todo estuviera listo y durara todo el día. El riego a lo sumo se reforzaba a media tarde, cuando empezaban a partir algunos.
Asado, vino, alguna gaseosa de marca desconocida, queso mantecoso, aceitunas, pan casero y no mucho más alcanzaba para dar la bienvenida a la gente. Es que además de comer la gente se juntaba en la casa de los parientes a pasar el día y si era posible también a bailar. Que llegaba una tía y traía torta, que llegaba la otra y venía con alfajores de Maizena, que llegaba una vecina y traía pasta frola. Todo servía para poner en marcha la ceremonia dominguera.
No era una casa de campo ni una casa rural, era la modesta casa del abuelo que abría las puertas, que jamás tenían llave y que además tenía un par de catres listos por si alguien no estaba en condiciones de volver. El abuelo no tenía recursos en abundancia, apenas vivía con lo justo, pero le sobraban ganas de cantar, de tocar la guitarra, de emocionarse con los valses de antaño.
Así se vivía en el pueblo, no era necesario organizar porque la juntada estaba siempre organizada, había que llevar algo y ese algo podía ser comida, bebida, morcillas caseras, salame, queso. No eran tiempos de modernidades, pero sí de apegos a las tradiciones. Hacer asado era hacerlo para muchos. Las empanadas que más rendían eran las de gallina, que daban un sabor especial y que resultaban bien económicas. La faena de la gallina la podía hacer cualquiera, hasta los niños podían desplumarla. La clave era no dejar pasar un domingo.

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