La violencia, un instrumento político

Nada de inesperado. No hay espacio para la sorpresa, el clásico “¡Cómo es posible!”, esa reflexión generalmente acompañada de rubor. Insólito rubor. En casos, hipócrita rubor. Porque, si se zamarrea sin ternura a la historia argentina, expondrá toda la violencia que la signa desde siempre. Toda la intolerancia que cobija. Todo prejuicio, todo racismo que desde el miedo se alienta desde la cuna, se abona.

Violencia discursiva y física que anida en capillas sociales, políticas, religiosas y variada gama de planos de la vida argentina, destinada a invalidar al otro, a lo diferente. Y si es necesario, sacarlo de juego vía la muerte. Este andamiaje de violencia es parte sólida del pasado que nos dio forma como nación.

En la literatura

En el origen de algunos de los perfiles más intensamente creativos que distinguen al país, está la violencia. La literatura, por ejemplo. Nace con tres libros: “El matadero”, el intenso “Facundo” y “Amalia”. Sus apariciones se dan en tiempos de sangre y más sangre: 1840, 1845, 1851.

En “Amalia” emergen los dos primeros desaparecidos de nuestra historia: ella y su esposo, Eduardo. Ficción, claro.

Ya llegarán los días de más desaparecidos. Miles que hoy laten aquí, ahora.

“La Mazorca”, antecedente de los Grupos de Tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada, reflexiona José Pablo Feinmann en “La sangre derramada”, un libro de esos que Bioy llamaba “protectores”. Ayudan sin invadir a pensar sobre nuestro derrotero por esta pasión llamada Argentina.

Y la violencia discursiva, claro. “La palabra tomada por el gañote y arrojada con furia que se acelera”, solía decía decir Tomás Eloy Martínez. La palabra en términos de un tigre de colmillos lustrosos. Estiletes. “Cada minuto un tigre”, supo sentenciar Jorge Luis Borges para definir instancias fieras, inquietantes.

Y ahí, cuando de arrojar palabras se trata, está nuestro Sarmiento. “Nadie como el poder de la palabra”, dice Carlos Gamerro en el flamante e incisivo “Facundo o Martín Fierro. Los libros que inventaron la Argentina”. El “hombre con cara de vieja”, como definiera al sanjuanino un nacionalista, pateó palabras en todas las direcciones. Para hablar de progreso, de educación, esa pasión tan suya, para amenazar, para denostar. Juan Bautista Alberdi, uno de sus blancos predilectos… “Ese deslenguado…”.

Alberdi, que despotricara contra la Guerra del Paraguay, será denostado por “La Nación”: “Traidor”, “Sicario”, “Renegado”…

Palabras y armas

Y pasaron los tiempos. Lapsos en que nadie cedió nada en esto de hacer de la violencia un instrumento de la política. Vía la palabra. Vía las armas.

Un radical furioso –Roberto Sanmartino–, cual fascista, dirá que el peronismo es “un aluvión zoológico”.

Una escritora que trascendió más por estar casada con un cineasta que por su propia creatividad pondrá en boca de uno de sus personajes, en el “Incendio y las vísperas”, todo el odio que a ella le generaba el peronismo: “Eva Perón ha muerto. ¿A quién pudo habérsele ocurrido una idea tan fabulosa?”. La escritora fue Beatriz Guido…

Y está Juan Perón, claro. Inflamando a modo de respuesta con promesas de repartir alambres de enfardar para colgar opositores. O aquel Perón del 31 de agosto del 55, prometiendo que “por cada uno de nosotros caerán cinco de ellos”…

Y un radical. Mentor intelectual decisivo de la masacre de 16 de junio en Plaza de Mayo en aquel año de dos Argentinas que se miraban con odio. Con Perón o contra Perón. Se llamó Miguel Ángel Zavala Ortiz. Y en la tarde de aquel día, tras ayudar a asesinar a más de 300 personas, huyó a Montevideo.

Y la historia siguió. Siempre haciendo, de la violencia discursiva y de los hechos, un signo elocuente. Palpita esa historia en las generaciones actuales. Está vigente.

Como en los años más inmediatos. En el hoy.

La vida pública está plagada a diario de una dicursividad desaforada. Amenazante. La palabra sometida a ausencia absoluta de responsabilidad en su manejo. La ausencia de argumentación y denostarla cuando se insinúa dominan el debate. Manda el prejuicio. El invalidar al otro simplemente por encarnar lo distinto. Y así sigue la historia y seguimos en ella.

“Entre la furia y la razón”, atenazando a “La República vacilante”, ese crocante libro al que vía conversación dieron forma Natalio Botana y Analía Roffo.

Sí, somos eso: una república vacilante… (C.A.T.)


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