Los testimonios detallaron la extensión del terror

Ante una sociedad desorientada por un gobierno nacional que se derrumbaba día a día y cuya caída no sólo no sorprendió sino que era esperada como alternativa de freno a una crisis que parecía no tener fin, los ideólogos del golpe militar del 76 encontraron el campo que habían abonado para sembrar una de las patas que sostendrían el plan urdido desde mucho antes, para dominar a la población e imponer su programa de gobierno: el terror.

El impacto paralizante o de indiferencia de la comunidad ante los secuestros y desaparición de personas de todas las clases sociales –laborales, estudiantiles y profesionales, a través del miedo que lograron– es una de las conclusiones que arrojan los juicios contra los represores de las Fuerzas Armadas y sus cómplices, judiciales y empresariales, que con diversos grados de avance se desarrollan en distintas partes del país.

En la región las primeras expresiones del calvario que sufrieron las víctimas directas de los secuestros, los sometimientos a castigos y torturas que los llevaron a la más profunda degradación humana, a la tortuosa –para sus familiares– condición de desaparecidos por la cual la Justicia ya procesó a los sospechosos por homicidio, y hasta su muerte, como fue el caso del empresario cipoleño José Luis Albanessi –relatado con inenarrable dolor y valentía por sus hijos e irrefutable claridad por sus amigos–, se hicieron en el juicio La Escuelita I (20 de agosto al 29 de diciembre de 2008) pero se suceden en el de La Escuelita IV que se desarrolla por estos días, como sucedió en los juicios II y III.

Aunque pudiera parecer que todo se ha dicho respecto de los vejámenes sufridos por las víctimas en las cárceles clandestinas y oficiales, no es así. El testimonio de cada una de ellas, también los de sus padres, hijos, hermanos, esposos, allegados, es un drama contenido que se relata por la necesidad de liberarlo. Ejemplo: las violaciones sexuales.

La maquinaria del terrorismo ejecutada con extrema crueldad desde el Estado militarizado no encontró mayores obstáculos, en términos de poder frenarla.

Pero no puede dejar de señalarse que desde el inicio los familiares de los secuestrados y desaparecidos no dejaron puerta de despachos de gobierno, militares, judiciales y de cualquier otro ámbito sin golpear para pedir por las víctimas.

Entre las pocas que se abrieron fue determinante la del obispo Jaime De Nevares, como se vería después, para no sólo servir de contención y organizador de la resistencia ante la inusitada violencia desatada, solapada en procedimientos clandestinos, sino también para erigirse en un factor de poder de visibilización, de denuncia, ante una dictadura militar de poder ilimitado, y demostrar que no había espacio de lucha a resignar ante tanta ilegalidad.

Que no se pudiera frenar la aplastante violencia terrorista militar no quiere decir que no se la advirtiera y denunciara, desde el primer momento, con las limitaciones de cada caso.

“Se tiene conocimiento de que fuerzas conjuntas de la Policía provincial, federal y Ejército realizaron distintos procedimientos en la ciudad, de los cuales no hubo información oficial”, publicó “Río Negro” el 26 marzo de 1976. Agregaba: “La Casa de Gobierno es custodiada por retenes militares que desvían el tránsito y prohíben la circulación por ese lugar” (ver rol de la prensa en “Presuntos secuestros”, página 27).

El terror de las víctimas se extendía a sus familiares cuando estos los visitaban en las cárceles y los recibían tras los cautiverios, con las huellas del castigo físico y psicológico inhumano recibido. Era el objetivo de los represores: infundir ese terror, para que cundiera como efecto ejemplificador, sin asumir la autoría. Esa estrategia también se empleaba adentro de los cuarteles.

Los familiares se conocían en el Comando cuando iban a pedir por las víctimas y organizaban los viajes a Rawson o La Plata para verlos en las cárceles juntos, para protegerse unos a otros, ya que para intimidarlos allanaban los lugares donde se hospedaban, contó María Cristina Vega, esposa de Rubén Obeid, quien tras varios de cárcel se exilió en Europa.

“En el Comando me atendía Farías Barrera, quien me dijo que tenían a mi esposo pero que sólo para hacerle unas preguntas. Dentro de lo malo que pasaba me tranquilizó, porque a mi tío Tronelli siempre le negaron que tenían a Mirta” (su hija, hasta hoy desaparecida), relató María.

Reinhold le dijo que su marido estaba en Rawson y que se pudriría en la cárcel. “Sólo recuerdo el miedo que me daba verlo sentado detrás del escritorio. Daba pánico esa mirada tan fuerte”, contó.

María del Carmen Decea, hermana de Marta (secuestrada y torturada en La Escuelita, hoy radicada en México), dio un testimonio desgarrador sobre cuánto sufrió su familia por el secuestro y las gestiones realizadas para recuperarla.

Carolina Maggistich de Lugones (fallecida) describió la vileza de los militares hacia ella cuando buscaba a su hijo David, quien había sido secuestrado en La Plata.

Relató la humillación de un llamado diciéndole que saliera de su casa en la madrugada porque le iban a dar datos de su hijo y no ocurría, cuando le decían que lo liberarían tal día y no ocurría, y la angustia inenarrable que le provocaban las preguntas de sus cinco hijos menores por David.

Manuel Vera, exsoldado en el Batallón 181, relató que también en la tropa se infundía terror, con hechos concretos.

“El clima en el cuartel era de temor y pánico. Había comentarios de soldados que salían de licencia y no regresaban. Que los mandaban de comisión, que desertaban, pero no se volvía a saber nada de ellos”, describió.

En las decenas de testimonios dados en los juicios se expresa claramente cómo el terror fue salvajemente plasmado.

Néstor Mathus

nmathus@rionegro.com.ar


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