Autoritarios sin maquillaje

Bajo el calor de la crisis venezolana, el maquillaje democrático con que el presidente Nicolás Maduro intenta apaciguar las críticas al creciente autoritarismo de su gobierno termina de correrse y perder la poca efectividad que le quedaba.

En medio del creciente malestar de una población agobiada por una inflación desbocada, escasez de productos básicos, violencia cotidiana en las calles e ineficiencias crecientes en casi todos los servicios del Estado, el régimen chavista pareciera apostar por la radicalización de su perfil antidemocrático para afianzar su autoridad, lo que amenaza con llevar a ese país a un desastre institucional.

La ola represiva que vive el país caribeño se percibe desde medidas en lo micro, como el encarcelamiento de un alto directivo de la petrolera estatal Pdvsa por la escasez de gasolina o la clausura de comercios que no “respetan” los absurdos precios estatales, al reciente intento de usurpar las facultades del Congreso mediante una burda maniobra de un Poder Judicial colonizado por el Ejecutivo, frustrada ante la ola de repudio internacional que generó y la resistencia del propio oficialismo.

En la década de los 90 el fallecido politólogo Guillermo O’Donell acuñó el término “democracias delegativas” para referirse a los regímenes nacidos de elecciones libres, pero que en aras de la eficiencia económica van recortando cada vez más los sistemas de control, rendición de cuentas y de “frenos y contrapesos” del sistema republicano en beneficio de la autoridad presidencial, que con un decisionismo cada vez más acentuado se aísla cada vez más y queda supeditado al éxito de sus planes económicos, perdiendo todo respaldo político y legitimidad institucional cuando éstos fracasan. Agregaba que este estilo de ejercer el poder condenaba a nuestras democracias a una “muerte lenta”. Cuando O’Donell realizó estos análisis tenía en mente a gobiernos de signo neoliberal de la década de los 90 que aplicaban planes de ajuste económico, al estilo de Collor de Mello en Brasil, Carlos Menem en Argentina o Alberto Fujimori en Perú, que terminó en una dictadura con todas las de la ley.

Precisamente, la más reciente jugada política de Maduro hizo recordar al denominado “Fujimorazo”, cuando en 1992 el presidente peruano disolvió el Parlamento e intervino la Justicia con el respaldo de las Fuerzas Armadas, en un golpe de Estado “blando” que lo dejó en el poder hasta el 2000.

La táctica de Maduro en su camino autoritario fue un poco más sutil, progresiva y adornada con una retórica revolucionaria que le permitió sortear las críticas del progresismo regional. Tras colonizar el Poder Judicial, anuló con medidas administrativas a los entes de control y gobernaciones opositoras, ahogó a la prensa opositora con medidas como la restricción del papel y encarceló a varios opositores destacados con causas armadas por sus servicios de inteligencia.

Sin embargo, el barniz democrático se diluye cada vez más con la creciente crisis económica y humanitaria que vive el país, que se tradujo en la gran derrota electoral del oficialismo en las legislativas de medio término. Acorralado por el activismo opositor, Maduro debió apelar a manipulaciones cada vez más burdas para anular la voluntad popular. Evitó un referéndum revocatorio con excusas fraudulentas, postergó sin explicaciones unas elecciones regionales que sabía adversas y finalmente intentó el cierre de hecho del Parlamento.

Aunque estas medidas pretendan demostrar fuerza, en realidad bloquean las pocas válvulas de alivio democráticas que tiene la creciente tensión social y política que vive el país. A Maduro sólo lo sostienen hoy el férreo respaldo militar, el aparato chavista y la falta de acuerdo internacional sobre una línea común para enfrentar la crisis venezolana. Es esperanzador que los hechos recientes hayan movilizado a la OEA, el Mercosur y Unasur para que adopten medidas urgentes y efectivas que eviten un desastre político mayúsculo en ese país, que tendría efectos negativos en toda la región.


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