De la indignación a las acciones

Editorial

Por tercera vez nuestro país, incluyendo a la mayoría de las ciudades de nuestra región, se movilizó de manera contundente contra la violencia de género. En esta oportunidad, a las marchas de #NiUnaMenos se agregó un paro de una hora que se cumplió bajo diversas modalidades.

Los medios y las redes sociales volvieron a poblarse de cifras alarmantes y dramáticos testimonios sobre maltrato, abuso y homicidios contra mujeres de todas las clases sociales en todo el territorio. Como en otras oportunidades, el detonante de estas manifestaciones fue un caso particularmente cruel de violencia machista. La primera marcha, en junio de 2015, fue impulsada por el asesinato de Chiara Páez en Rosario. La segunda fue exactamente un año después, denunciando que muchas de las promesas hechas desde el poder al calor de la protesta estaban incumplidas. La última movilización, apenas unos meses más tarde, tuvo como detonante el crimen en Mar del Plata de Lucía Pérez, de 16 años, a quien tres hombres atiborraron de drogas para que perdiera la conciencia para después violarla y torturarla hasta su muerte. El conmocionante hecho ocurrió en un mes particularmente violento: hubo 19 femicidios en apenas 17 días de octubre, mayor a la tasa de uno cada 30 horas que mide la ONG Casa del Encuentro.

Golpizas, estrangulaciones, quemaduras, apuñalamientos y violaciones formaron parte del tétrico repertorio. En el caso de Lucía, la edad de los agresores –23, 41 y 61 años– demuestra que la cultura de violencia machista y la cadena de complicidades atraviesa todas las generaciones. Y, como señala un estudio reciente en Roca, en un contexto de abuso de alcohol y drogas que potencia la virulencia de los ataques.

La sucesión de movilizaciones en este año y medio logró que el reclamo contra la discriminación y violencia de género atravesara a toda la sociedad y generara una mayor conciencia sobre la magnitud del problema pero, como suele suceder en el país, la velocidad de expansión del reclamo social ha contrastado con la parsimonia de las respuestas institucionales.

Sin dudas, hubo algunos avances. A partir del 2015, la Corte Suprema de Justicia asumió la tarea de elaborar un Registro Nacional de Femicidios. En julio el Consejo Nacional de las Mujeres presentó su primer Plan Nacional de Acción para la Prevención, Asistencia y Erradicación de la Violencia contra las Mujeres para el período 2017-2019, una tarea que tenía pendiente desde el 2010 y que incluye mecanismos de asistencia a las víctimas, capacitación de funcionarios policiales y judiciales sobre la temática familiar y de género y un sistema de monitoreo electrónico para los agresores, entre otros.

La presión de las movilizaciones y la acción de los colectivos de mujeres también lograron una mayor visibilidad y mejor tratamiento de los casos en los medios, intentando erradicar la figura del “crimen pasional” que tendía a justificar la conducta del agresor. De todos modos, la cobertura mediática de casos como el de Lucía o el de Micaela Ortega, de 12 años, en Bahía Blanca, y su difusión en las redes sociales mantiene un sesgo de responsabilizar a las víctimas y sobrevivientes por su modo de vestir o actuar (como responder a una solicitud de Facebook o consumir un porro), actualizando la frase “algo habrá hecho” por “ella se lo buscó”.

La mayor visibilidad y las incipientes medidas adoptadas no han logrado disminuir los femicidios, que se mantienen estables en poco menos de 300 por año. Demuestra que la violencia de género y los femicidios no son obra de trastornados y psicópatas aislados, sino consecuencia de patrones culturales arraigados a través de generaciones, que sólo un intenso esfuerzo educativo (y reeducativo) de toda la sociedad podrá modificar, y de superación de situaciones estructurales de desigualdad de género que van desde lo económico a lo legal e institucional.

En el camino, el Estado sigue adeudando la implementación de políticas concretas y mecanismos ágiles de prevención, ayuda y protección para las víctimas, asistencia jurídica gratuita y accesible, una educación sexual enfocada en la no discriminación e igualdad de derechos y el fin de la impunidad y celeridad para el juzgamiento de los casos que desgraciadamente siguen ocurriendo.


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