Desconfianza general

Editorial

El resultado de las elecciones legislativas abrió un escenario político que, si bien era previsible, no deja de representar un importante desafío para la clase política. Como anticipaban las encuestas, el gobierno de Mauricio Macri salió fortalecido en las urnas, al ampliar su base de representación en el Congreso y ganar en los principales distritos del país. Esto le permitirá evitar el síndrome de “pato rengo” en los dos años de mandato e impulsar con fuerza su agenda de reformas. De todos modos, el oficialismo quedó lejos de las mayorías propias y la oposición mantiene una importante representación que le permitiría condicionar las iniciativas, a pesar de estar fragmentada.

Sin embargo, una larga campaña que acentuó la polarización política y estuvo plagada de acusaciones y “juego sucio” sobre los rivales dejó muy erosionado un factor clave en las inevitables negociaciones que vendrán: la confianza política. No sólo entre los actores partidarios, sino de la población en general hacia las principales instituciones de nuestro sistema republicano democrático.

Quizás el ejemplo más dramático de la desconfianza generalizada en el escenario nacional sea el caso de Santiago Maldonado, cuyo cuerpo fue hallado a pocas horas de la votación. La imagen de Sergio, el hermano del joven desaparecido por 78 días en el marco de un operativo de Gendarmería para reprimir un corte de ruta, vigilando durante casi ocho horas junto al río Chubut todas las operaciones de extracción del cuerpo, “Porque no confío en nadie”, grafica el grado de descreimiento en el accionar de instituciones clave como la Justicia. Más de 50 peritos de distintas partes participaron de la primera autopsia del cuerpo, ya que la cantidad de versiones disparatadas y operaciones políticas relacionadas con este hecho transformaron la investigación en un caos que será muy complejo resolver.

“Argentina, el país en que nadie se fía de nadie”, tituló hace poco el diario español “El País” para intentar explicar a sus lectores los vaivenes de este caso. “Todas son preguntas, pero millones de argentinos ya encontraron rápidamente las respuestas sin esperar siquiera los datos de la autopsia”, señalaba la publicación. Estas dependían del lado de la “grieta” en que se encontrara quien las hiciera. En un extremo, un claro caso de “desaparición forzada” planificado maquiavélicamente desde las más altas esferas del gobierno con el fin de “disciplinar a la sociedad argentina ante el ajuste”, apelando a métodos de la última dictadura. En el otro, una conspiración o un mero “accidente” manipulado por el kirchnerismo, la izquierda y grupos extremistas mapuches para perjudicar y desestabilizar al gobierno en momentos de recuperación económica y campaña electoral.

El de Maldonado sea quizás el caso más extremo, pero no el único que refleja una ciudadanía descreída de la mayoría de su dirigencia, las instituciones y abonada a las teorías conspirativas.

El viernes, la organización Latinobarómetro presentó su prestigiosa encuesta continental sobre el respaldo a la democracia, hecha sobre 20.000 entrevistas en 18 países de la región, que confirmó un persistente declive en la satisfacción de los ciudadanos con la democracia, que cayó al 53%, y una erosión de la credibilidad de las instituciones. En nuestro país un 67% apoya la democracia como sistema, pero menos del 38% está conforme con su real funcionamiento. La Justicia, el Congreso, la Presidencia y los partidos políticos reúnen niveles de desconfianza superiores al 70-80%. Las principal razón es la percepción de una creciente desigualdad entre las personas y cómo son tratadas por las instituciones según su condición social o política y a que las decisiones importantes son tomadas por pocos “entre cuatro paredes”, a menudo en beneficio de los intereses particulares de quienes las toman.

Un marco preocupante para el proceso político que se abre, que demandará diálogo y consensos básicos para aprobar iniciativas. Desmantelar este clima de desconfianza mutua generalizada debería ser una tarea básica de la dirigencia política. No implica la desaparición de las diferencias ideológicas ni de los inevitables conflictos, sino de mecanismos institucionales transparentes y confianza en reglas de juego elementales en los cuales nuestra democracia pueda procesarlos.


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