La fatiga

Redacción

Por Redacción

Todavía no se habían terminado de barrer los escombros y las heridas del brutal ataque al World Trade Center, cuando un reconocido investigador de la London School of Economics, el economista John Gray, salió a anunciar el fin de la globalización y su fracaso.

La respuesta no se hizo esperar. El periodista y escritor Thomas Friedman le respondió desde sus columnas de “The New York Times”: la globalización sigue viva. China e India lo demuestran, a pesar de las reticencias de América y Europa. Los autores del ataque a las Torres Gemelas, dijo Friedman, provienen de países no globalizados, como Yemen, Afganistán o Pakistán. Los países que no ingresan en el intercambio de bienes y servicios tampoco logran un intercambio de ideas, pluralismo y tolerancia, agregó.

Pero a pesar de las encendidas defensas, lo cierto es que el mundo capitalista no tuvo más salida que asumir y encontrar una forma sutil y piadosa de calificar los vaivenes de una globalización que hizo fruncir demasiados ceños en las urbes industrializadas del primer mundo, tan castigadas por el libre comercio y la mano de obra barata de Oriente. Y entonces, salió a hablar de “capitalisme fatigue”.

Pasaron algo más de 15 años de estos debates –muy poco en términos históricos– y las pantallas de televisión y los ojos del mundo saltaron, casi sin escalas, de la sonrisa perversa de Osama Bin Laden al mechón de pelo rebelde de Donald Trump. La irrupción del excéntrico presidente electo tuvo antecedentes cercanos en el tiempo: el resultado del Brexit, hace apenas unos meses, donde lo políticamente correcto indicaba que Gran Bretaña seguiría arropada en el lecho europeo. De la misma forma en que Hillary Clinton volvería a dormir en la alcoba principal de la Casa Blanca. No fue así.

La campaña publicitaria en favor del Brexit había sido explícita: mostraba a los ancianos británicos sin posibilidades de conseguir turnos en los hospitales de su país. Sin decirlo, el problema de la inmigración y de las crisis económicas de los países más débiles de la UE metía presión sobre los mismos votantes que alguna vez se encandilaron con una dama de hierro.

Otro antecedente cercano, con resultado políticamente “incorrecto”: el proceso de paz en Colombia, que convocó a mandatarios de todo el mundo vestidos de blanco para respaldar un acuerdo que luego los ciudadanos colombianos convirtieron en papel mojado con su rechazo en un referéndum.

La elección de Donald Trump es sólo otro mojón en ese recorrido. Pasaron algo más de cuatro meses desde la elección británica que provocó escozor entre analistas, politólogos y encuestadores de todo el mundo. Un mes, desde la elección colombiana que enmudeció, incluso, los pasillos del Vaticano.

Y ahora, hasta entró en escena Silvio Berlusconi, el hombre que bailó sobre los restos de la democracia cristiana –acorralada por la corrupción– en 1994 y tuvo en zozobra a Italia y Europa, de la mano del voto popular. Il Cavaliere aprovechó para dar su martillazo sobre la idea de que “lo políticamente correcto es una forma de estar cerca de la gente, sin comprender que los verdaderos débiles son los ciudadanos hostigados por el Estado, los impuestos, la burocracia, la inmigración descontrolada, el desempleo, la amenaza terrorista. Y eso tanto en Estados Unidos como en Italia y Europa”.

Vía libre, pues, para que el mismo Berlusconi de las orgías “bunga bunga” con jóvenes disfrazadas de monjas en su mansión de Milán salga a dar lecciones de moralidad cívica.

¿Es el fin de la política?

El ex premier británico Winston Churchill, un ícono del siglo XX, solía decir que el mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio.

Con su ironía habitual, Churchill sostenía también que la política resulta casi tan emocionante como la guerra y no menos peligrosa ya que, advertía, “en la guerra nos pueden matar sólo una vez. En política, muchas veces”.

Vale recordar: entre Donald Trump y Winston Churchill hay décadas de distancia.


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