Armar un gam

Redacción

Por Redacción

Mirando al sur

Esta semana falleció mi padre. Mi familia es muy pequeña: el día que fuimos al crematorio éramos seis. Es cierto que nos ocupamos de disuadir a otras personas de que nos acompañaran, pero imagino que de todas formas no habríamos llegado a la docena. Cuando se enteraron de la muerte de su abuelo mis sobrinas, que tienen Instagram, comunicaron la noticia. Al final del día, tanto mi hermano como yo publicamos una despedida en nuestro muro de Facebook. Lo cierto, entonces, es que aunque para llevar el ataúd nos faltaron manos recibí el afecto de centenares de personas.

Las redes sociales no son heterogéneas. Las construimos en base a afinidades. Son más que una nueva forma de comunicación, han llegado a anestesiar el aislamiento y la dispersión hasta llegar a reemplazarlos. La aparente compañía y la inmediatez de lo que allí sucede ocultan, como la superficie del mar, aquello que acecha en las profundidades. Son la cara social de un sistema que deshumaniza. Que machaca con la idea de que entender las nuevas formas de la comunicación es la panacea. Pero que se preocupa muchísimo menos por generar la inquietud acerca del para qué comunicarse. Y sucede que nos comunicamos porque somos humanos. Nos comunicamos porque necesitamos vivir en comunidad. Y entonces debemos decidir qué forma queremos que ésta tenga.

Pero precisamente por eso, por basarse en afinidades, las redes tienen un potencial que no debe despreciarse. La confrontación entre la finitud del ser que significó ver el cuerpo de mi padre y la enorme afectividad que recibí a través de ellas, que no era virtual, me hicieron pensar cuán atentos debemos estar a esto.

Recordé la costumbre ballenera de los gam. Aislados en la inmensidad de los océanos, cada tanto los barcos que iban tras los cetáceos se encontraban. Herman Melville dedica el capítulo LIII de Moby Dick a describir esa costumbre de visitarse e intercambiar información. Los barcos balleneros compartían el interés común, el aceite del Leviatán, las zonas de caza. Pero también, muchas veces, las naves provenían de los mismos puertos, quizás algunos de sus tripulantes habían estado embarcados juntos.

El mar los obligaba a encontrarse tanto como su historia común: “Para la nave que ha permanecido ausente durante largo tiempo, la que se ha dado a la mar en fecha más reciente quizá tiene cartas a bordo, y sin dudas diarios un año o dos más actuales que los últimos de su amarilla y rota colección. Y a cambio de esta cortesía, la nave recién llegada puede recibir las últimas noticias acerca de las aguas de caza a las cuales se dirige, cosa de máxima importancia para ella”. Demasiado parecido al espíritu con el que navegamos las redes, buscando reafirmarnos en lo que ya sabemos, encontrar acuerdos, sentirnos menos solos: “La peculiar afinidad que nace de la profesión, las privaciones y los peligros comunes”. El gam, dice Melville, es propio de los balleneros. Es un encuentro entre iguales.

Peter Linebaugh y Marcus Rediker, en “La hidra de la revolución: Marineros, esclavos y campesinos en la historia oculta del Atlántico” llamaron la atención sobre la “clase multiétnica” compuesta por los habitantes de los mares y la disputa por la conformación de una hidrarquía, la puja en la que los estados organizaban la explotación desde arriba y los marinos, y los emigrantes, y los esclavos, buscaron hacerlo por sí mismos, desde abajo, conformando lo que llaman un “proletariado del mar”. Los barcos, llegan a afirmar, por su organización y su jerarquía (son máquinas muy complejas) fueron el prototipo de las factorías típicas de la Revolución Industrial. Al igual que Melville desde la literatura, llamaron la atención sobre el hecho de que esta relación de fuerzas si no fue “el caldo de cultivo de rebeldes” por lo menos constituyó “un lugar de encuentro donde distintas tradiciones se iban asentando”. Por ejemplo, el inglés pidgin, la lengua franca surgida del tráfico de esclavos. La tripulación del Pequod, el barco en el que embarca Ishmael, el protagonista de Moby Dick, era un catálogo de nacionalidades.

Hasta su encuentro final con la ballena blanca, el barco del capitán Ahab se cruzó con numerosos balleneros: el Virgin, el Rose – Bud, el Samuel Enderby, el Delight… Pero sin lugar a dudas el gam más famoso fue su encuentro con el Rachel.

Lo único que le interesaba a Ahab eran datos sobre el gran cachalote blanco, su obsesión. Gardiner, el capitán del Rachel, le dijo que la habían avistado e intentado cazarla. Pero la ballena blanca había arrastrado uno de sus botes, que continuaba perdido. Lo buscaban desde el día anterior: habían prendido las refinerías de aceite del barco para que hicieran de faros, las luces de llamada en la arboladura, pero había sido en vano. Ni el bote ni sus tripulantes habían aparecido. El hijo de Gardiner estaba entre ellos, y le pidió ayuda a Ahab para buscarlos. Pero el capitán se negó y dio orden de seguir la navegación, con el dato cierto de la cercanía del animal que quería destruir.

¿Cuánto se parecen nuestros cruces en las redes a los gam? Encuentros entre pares, para luego continuar solos; mientras allí está el mar, con sus misterios, sus peligros y, también, sus posibilidades.

Después de que la ballena blanca destruyó al Pequod Ishmael, el testigo, se salvó a flote del ataúd que Queequeg, su amigo arponero, se había hecho construir por el carpintero a bordo. Navegó a la deriva, hasta que “al segundo día se acercó una nave y al fin me recogió. Era la errante Rachel. En la búsqueda de su hijo perdido, sólo había encontrado a otro huérfano”.

Así concluye Moby Dick, y así agradezco yo la compañía de estos días y la potencialidad de los gam.

Nuestros cruces en las redes se parecen a los encuentros entre pares de los balleneros, para luego continuar solos; mientras allí está el mar con misterios, peligros y también posibilidades.

Datos

Nuestros cruces en las redes se parecen a los encuentros entre pares de los balleneros, para luego continuar solos; mientras allí está el mar con misterios, peligros y también posibilidades.

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