Abel Chaneton, un siglo después

Se cumple hoy el centenario del asesinato. Un rescate del pasado para hacerlo vivir en el presente como paradigma asequible.

Dice el relato familiar que el hombre sabía percibir que detrás de una sonrisa podía hallarse agazapado el sufrimiento. Y que lo sabía a pesar de que allí, donde él había optado por hacerse un lugar en el mundo, la vida era una charca y el espíritu nada podía contra el lodo de las conveniencias y las granjerías. Al parecer, eso lo supo siempre.

Agrega la saga íntima que abominaba de aquellos que practican la pertenencia a la comunidad con beneficio de inventario. Toman de la sociedad –se lo oyó rezongar más de una vez– todo cuanto les depara ventajas, pero en materia de aportes al acervo común no van más allá de pagar puntualmente algún impuesto, y a veces ni eso.

Un hombre así parecía estar predestinado a la imposibilidad y a la derrota, como juzgó Borges su propia oración fúnebre a Francisco López Merino, su amigo. Pero serían pareceres fraguados por hombres que no aman la virtud. Más bien digamos que su valiente osadía fue su grandeza y su fatalidad.

Asimismo, supe, siendo niño, que Adelita Portela de Elordi y Doña Amalia Gómez Salazar de Chaneton solían platicar, durante las tardes de verano, en torno a la mesa del té, de esa mesa de roble que me mira impávida en este mismo instante en que también me miran el trinchante vidriado en vitrales con incrustaciones de bronce y perimetrados en plomo, y la sillonería de mimbre en que aquellas señoras de la élite neuquina se sentaron alguna vez para entregarse al disfrute de su amistad. Aquellas cosas de ellas son estas cosas mías de hoy y la comprobación tiene algo de siniestro. Están muertas esas cosas y, sin embargo, cobran vida, súbita vida. Como Antoine Roquentin (1), estoy arrojado como una cosa más en medio de las cuales escribo y me diferencio de esas cosas que, sin embargo, me dominan y me hacen sentir su existencia igual a la mía pero diferente a la mía, en eso consiste esta abominación, mi náusea personal. Pero tal vez importe nada esta circunstancia, como importan nada todas las circunstancias que sólo instilan un poco de color en la tela que se pinta, que estoy pintando en este instante.

Digo, en el párrafo anterior, que es claro que Chaneton pertenecía a la “élite” de la aldea neuquina de entonces –como se ha dicho– pero esto es irrelevante. Modernamente, no se ha sabido de ningún ofuscado que concediera importancia al hecho de que el comunista Guevara era hijo y nieto de burgueses.

Y también supe que iba parecido a la noche aquella noche en que lo mataron, porque iba exuberante, desmesurado, inabarcable… Pero no ha sido una fuerza fatal agitándose en su interior lo que ha impulsado a este hombre a correr hacia la catástrofe.

Creo que existe el riesgo latente de evocar al romanticismo cada vez que se alude a Abel Chaneton. Se lo ha hecho en malas recreaciones artísticas que incurren –creo que por inconsistencia ideológica de sus artífices y porque, en rigor, no conocen el tema en su recóndita interioridad– en la descontextualización de la tragedia y, con ello, han caído en extravagancias que pretenden, sin éxito, suplir la superficialidad con que miran una saga que, en verdad, no les importa demasiado y a la que transforman en oportunidad para el autorreferencial y liviano ejercicio lúdico. Por eso, Chaneton, allí, está muerto desde el inicio, perdido en una fraudulenta retahíla de exotismos sin verdad y sin convicción que acentúan el resonante déficit estético.

Tampoco es con frivolidad gozosa y sostenida por los recursos del erario –del sagrado erario público– como se homenajea a Chaneton. Allí no hay homenaje, hay uso de la figura simbólica para escalar hacia la autorreferencia. Hay que precaverse y estar en guardia contra estas trampas dictadas por una ideología también tramposa que calza mejor con los valores del dominador que con los anhelos y necesidades vitales del dominado, tal vez Frantz Fanon haya dicho algo parecido me parece en este instante.

Yo creo que Chaneton no fue un romántico. Ubicarlo ahí suena falso porque es pura apariencia urdida después de Zainuco. Sin Zainuco, Chaneton habría quedado en la historia de la provincia como lo que fue: un político inteligente, honesto y pragmático en la gestión de la cosa pública, cuyo desvelo era el adelanto y el progreso de Neuquén y la elevación material y espiritual de su población. En este sentido, fue un hombre profundamente realista. Sin embargo, Zainuco lo proyecta más allá del realismo y es aquí donde el ojo poco avizor podría percibir una forma romántica, fuerte y nítida, como el espontáneo elan de su personalidad. Se trata –como digo– de una inexactitud. Veamos.

El que exigió justicia por los crímenes de Zainuco no fue el idealista sino, también aquí, el político. Chaneton fue un hombre político durante toda su vida. No se trataba sólo de una personal exigencia ética sino, en primer lugar, de fundar una moral social para la naciente sociedad neuquina y, más allá, de fijar los valores básicos sobre los que deberían erigirse un poder judicial y unas fuerzas de seguridad funcionales al desarrollo de una comunidad a la que pudiera considerarse –con cierta razonabilidad– viable y deseable (esto ya lo he dicho y escrito en otra parte, y reincidiré en tal fórmula las veces que sea necesario pues me parece lo esencial en la actividad pública de Abel Chaneton).

Y tal propósito (obrar conforme a una moral social) es, ante todo, política y, sólo después, ideal. Aquí fracasó Chaneton. Jueces y policías del Territorio devinieron, sin prisa y sin pausa, corporaciones funcionales al poder político de turno. O tal vez resulte más apropiado decir que su temprana muerte le impidió laborar con profundidad y persistencia y con resultados tangibles en aras de una construcción institucional destinada a evolucionar mejor que lo que lo ha hecho.

Un siglo después de su asesinato, Chaneton parece estar muerto de veras en ese Neuquén del cual fue, casi, su fundador de facto. Decía Walter Benjamin –refiriéndose a su propia circunstancia– que el deber de aquella hora era interrumpir la historia y no hacerla progresar, lo cual significaba rescatar a los vencidos y hacer explotar otra vez su grito de rebelión, trayendo al presente a los esclavos de Espartaco, a los obreros de la Comuna, a los que en todas las épocas se rebelan.

Extrapolado que sea ese pensamiento a nuestro hoy neuquino, nos hará concluir que a Abel Chaneton, también y sin dudas, hay que rescatarlo del pasado para hacerlo vivir en el presente, no como vencido sino como paradigma asequible y deseable. Y el único modo de no traicionarlo es rescatarlo como práctica de emancipación para el hoy; y sin recortarle contexto excluyendo a partidarios y contrincantes (aunque sea para darles la razón a éstos y no al periodista mártir) del drama humano que protagonizaron, cada uno en el papel que le cupo. Y sin olvidar que lo esencial en la vida de Chaneton no fue Zainuco sino un modo de ejercer la función pública que concebía a la corrupción como el enemigo jurado de toda la sociedad. Él abominaba (y este era un punto innegociable en su ideología) del poder del Estado devenido instrumento para el enriquecimiento personal y familiar. La política no era, para él, tampoco, una salida laboral. Chaneton no debería ser pasado inerte sino presente político activo y transformador.

He creído, desde que la razón devino herramienta propia y útil en mi conciencia, que en el escaparate axiológico de la provincia muy bien podría habitar un valor moral superior al vigente. Pero para ello necesitaba (necesitamos todos) contar con los signos exteriores de esa moralidad. Y el caso es que ese “estar-ahí” espiritual de Chaneton es reducido al mínimo todos los días, por una muerte que se le inflige, de modo serial, en cada olvido, en cada ausencia, en cada silencio, en cada tergiversación, en cada mentira, en cada negación de su presencia incómoda, en cada homenaje dictado sólo por una necesidad política de ocasión. Y hay que darse cuenta de que, hasta hoy, nada como ese ninguneo ha resultado más funcional al designio de infundir en la sociedad neuquina una conciencia falsa acerca de su propia historicidad y al propósito de suministrar una información fraudulenta sobre su identidad, tanto como al enconado afán de tergiversar su genealogía.

Algo, cuya causa desconozco, me ha llevado a vivir en el vértigo y he tenido que constatar, frecuentemente, que la vida interior de algunos se limita a tener hambre o sueño. Otros, no conocen más código ético que el código procesal. Y lo malo sería que todos estos marcaran el camino. Si es para nuestros niños la esperanza, si las bonanzas del amor serán rumor de brisa para los que todavía no han nacido, ello ocurrirá porque los buenos valores de ayer y de hoy han podido, al fin, inspirar las conductas más allá del lucro y del negocio. Un pensador obrero conocido menos de lo que sería de desear, dejó instilada en el papel su concepción de las cosas: “La moral es la suma de las leyes morales más diversas que se contradicen y que tienen por objetivo común regular las maneras de actuar del hombre respecto a sí mismo y respecto a los demás, de tal modo que en el presente se tenga también en cuenta al futuro, que pensando en uno no se ignore al otro y que, en la consideración del individuo se considere también al género”. (2)

He creído siempre que Chaneton sufría tanto que bien podría pensarse de él que estaba usurpando la vida. La injusticia lo mortificaba y habrá advertido, tal vez, como Gloucester (3), que era una desgracia de su tiempo que los locos guiaran a los ciegos, circunstancia que hoy no cabría referir, por cierto, sólo a nuestra provincia.

Pues nunca está de más avisar que se está haciendo daño a las generaciones futuras cuando las conveniencias del presente nos llevan a regresar sobre lo ya vivido convirtiéndolo en ficción. Es eso lo que se hace cuando se disminuye a Chaneton a la evocación romántica de un personaje más o menos heroico y, tras cartón, se lo abandona allí mismo, en aquel pasado en el que existió, obturándole toda posibilidad de hacerse ver entre nosotros. Me da la impresión de que ciertos anhelos, no importa ya si pequeños o grandes, se ven favorecidos por el hallazgo de la verdad, mientras que otros lo son por su escamoteo. Y entonces, aparecen –tal vez sin darse cuenta de lo que hacen– aquellos que conciben a Chaneton como estatua del pasado y no como activo concreto del presente.

Aquel pretérito trágico envolvió, dentro y fuera del Territorio, a todos cuantos vieron en la causa del diario “Neuquén” una causa no sólo noble sino también -y en primer lugar– una causa políticamente correcta pues perseguía el progreso del Territorio bien asentado en valores. Así, Ricardo Rojas, Talero, Alberto Ghiraldo, los diputados Riu y Reybel, Jorge Alfredo Luque Lobos y otros, tuvieron, cada uno en su momento, algo que hacer y que decir sobre la gestión de Chaneton y sobre las derivaciones de la matanza de Zainuco.

También el gobernador Elordi fue un protagonista. Sobrepasado por acontecimientos que no estaba en condiciones de afrontar no jugó nunca en el bando del progreso ni quiso hacer docencia de virtud republicana. No podía, en rigor, hacerlo. Su formación política e ideológica lo orientaba hacia otro horizonte. Por ello, jamás pudo responder a las acusaciones de Chaneton, ni en el Territorio ni en el Congreso Nacional.

Desentrañar que ocurría allí en realidad, entre estos dos hombres y entre ambos y Eduardo Talero y haciendo, incluso, ingresar al cuadro de este drama territoriano a Don Félix San Martín y a los enemigos menores de Chaneton, como Cardarelli, Bonet, Arsenio Martín y otros, y sin dejar de ponderar, también, el rol jugado por los amigos del periodista (el munícipe Mango, el primero), es tarea que luce ya no ardua sino, seguramente, imposible, incluso para los historiadores que tengan la buena fe de prescindir de la conjetura para sustituirla por pruebas seguras de lo que ocurría en ese pasado, sencillamente porque esas pruebas no existen y los actores de la tragedia han muerto y no hay heurística que subsane esta realidad. Bien entendido, por cierto, que nada de esto habilita absoluciones póstumas porque las dudas que acabo de expresar se refieren al íntimo cosmos de dos subjetividades en movimiento y no a la verdad de los hechos históricos en virtud de los cuales unos matan y otros mueren.

El que murió en Neuquén resultó ser el periodismo independiente. Si ese concepto existe, el modo en que encaró Chaneton su ejercicio se acerca bastante a esa “idea pura” o a priori kantiano cuyo ser-en-sí es el oficio de informar unido a la independencia de criterio frente a todo tipo de poder. Así lo concebía él: “La prensa de un país, de una provincia, o del último villorrio es, no hay que olvidarlo, el exponente de su cultura y de sus progresos y el periodista debe sujetarse al medio sin exageraciones, sin cavilosidades y sin esos desplantes insinuantes de amenazas.

“En vano sería que a «Neuquén» quisiera colocársele al frente de una prensa que no guardara la compostura debida o que se le creyera capaz de descender a defender personalidades, aun las de la propia casa, porque si tal sucediese habríamos faltado a la palabra empeñada y estaríamos fuera de los deberes que el periodismo independiente debe ejercer” (Neuquén, martes 9 de septiembre de 1913).

Plena de facundia, como declaración no estaba mal. Sólo cabía esperar que la historia ofreciera algo parecido a una oportunidad para certificar si había temple y disposición de voluntad para sostener con hechos la palabra. Y faltaba poco ya para que Chaneton comenzara a verse, él mismo, interpelado por sus convicciones que lo colocarían frente a sus propios senderos que se bifurcaban y, tomando por uno u otro, se viera contrastado, por la vida misma, a probar si aquéllas eran palabras al viento o programa moral al que estaba dispuesto a ofrendarle todo con tal de realizarlo en plenitud.

Dejo para el final una mínima revelación que entrego hoy, a través de Río Negro, al acervo de información historiográfica de los interesados en estos temas. En la primera edición de “Zainuco…” no consigné el dato pues no lo tenía. La biografía de Chaneton ha sido un laberinto –sin Ariadnas que facilitaran las cosas– incluso para sus familiares y allegados. El dato es la fecha de su nacimiento: es el 25 de enero. Así surge de una carta dirigida a Eduardo Talero por Milton, primogénito de Abel Chaneton de su primer matrimonio con Avelina Garrido. (4 ) De modo que, en las efemérides neuquinas, Chaneton seguirá asombrándonos pues, a partir de ahora, comenzará a nacer, todos los años, siete días exactos después de su muerte.

Extraña vida… Esa voz y esas cuerdas, tensas en las manos de Craig Chaquico, me inundan el alma con Bad Woman. No se lo pierda, lector. Chaneton no está reñido con lo lúdico. Mucho menos con el arte. No se puede oír Bad Woman sin que Paul Klee nos asalte con su Ángelus Novus. Son una y misma cosa. Son el Uno. Son el Universo. Chaneton no estaba (no está) reñido con lo lúdico.

En todo caso, en el frente marmóreo de su mausoleo ausente debería inscribirse, con el Tasso, esta sentencia, seguramente fiel a lo que fue su breve vida: “La vita no, ma la virtú sostenta quel cadavero indomito e feroce…”. (5)

(1) Antoine Roquentin es el personaje principal (el único, en realidad) de la novela La Náusea, de Jean-Paul Sartre.

(2) Dietzgen, Joseph: La esencia del trabajo intelectual; Ed. Sígueme S.A., 1º. Ed., Salamanca, 1975, pp. 107/108.

(3) En Shakespeare, El rey Lear, Acto IV, Escena I.

(4) Debo esta información a la bonhomía de mi amiga Martha Talero, quien generosamente me legara, hace unos pocos años, un cúmulo de documentación de la cual pude exhumar el dato.

(5) Torcuato Tasso: Gerusalemme liberata, Canto octavo, versículo 23.

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