Doctor de Zapatos: una historia de exilio, arte y paciencia

A los 16 años arrancó en el oficio, como aprendiz. Desde entonces, vivió los vaivenes de su trabajo con la misma paciencia que le dedica a cada par que pasa por su negocio.

Historias únicas: Manuel Jesús Sáez Roa

Historias únicas: Manuel Jesús Sáez Roa

Como quien maneja el oficio de la chapa y pintura para dejar a los autos como nuevos, él se encarga de que cada cliente lleve sus pies tan prolijos como el día del estreno.

Manuel Jesús Sáez Roa tiene 71 años, y todavía recuerda el momento en que dejó atrás su querida ciudad natal de Lebu para cruzar a pie la cordillera y escapar del golpe de estado en Chile en el ‘73.

La habilidad de reparar zapatos fue su arma. Hizo suyo el oficio a los 16, cuando arrancó de aprendiz. Manolo -como le dicen sus clientes- pisó el suelo argentino en el ‘73. Pasó por San Martín de Los Andes, vivió en Neuquén pero eligió Roca. Eran épocas doradas para los médicos de calzados.

“Acá en Roca éramos 35 zapateros trabajando a la par. Rectificábamos mocasines y recibíamos hasta 60 pares todos los días. Ahora creo que llegamos a los 8 y por día no entran más de dos pares, estamos en extinción”, dice Manolo desde el centro del pequeño cuartito ubicado en el fondo de una casa céntrica, en donde pasa gran parte de su día hace más de 15 años, cuando logró independizarse.

El hombre acá hizo su vida: conoció a Isabel, se casaron y tuvieron dos hijos, que hoy tienen 20 y 30 años. La más grande es enfermera, el más chico estudia en La Pampa. Entre hormas, herramientas, retazos de cueros y gomas antideslizantes, las manos de Manolo despliegan su labor con admirable habilidad. Su oficio fue el sustento familiar siempre. “Argentina me ha dado lo poco que tengo”, remarcó.

En un espacio contiguo una máquina italiana centenaria resuelve el limado de asperezas de las suelas recién pegadas y en un pasillo la luz de una lampara le entrega el protagonismo a una vieja máquina de coser, rodeada de bobinas de hilos de todos los colores. Manolo paciente de los tiempos que lleva su artesanal tarea, toma y deja cada par varias veces en el día, sabe que entregar un buen zapato es garantía para conservar un cliente.

“Ésta zapatilla se consigue en Chile a $300. Por arreglarla cobro $ 280, es un trabajo grande y no es el precio real, lo cobraría $ 350, pero sería más caro que un par nuevo. Uno no se puede hacer el loco cobrando, es preferible tener trabajo todo el tiempo”, señaló desde su silla, en donde se sienta sobre un gran almohadón para cuidar sus cervicales.

“Esta tinta la coloco a lo Picasso, con pincel”, enseñó el hombre, que arregla desde botines de fútbol despegados hasta los tacos de bailarines de malambo. Al lado hay otro par en terapia intensiva: tiene que cambiarle toda la suela, el trabajo incluye costuras internas y externas. “Un cambio así sale entre 700 y 800 pesos”, señaló.

El sol esquiva lo que queda de los malvones tras las heladas. Y a pesar del frío que entra por la ventana, el ambiente sigue impregnado a pegamento. Manolo lo usa sin parar. “El grueso de los arreglos de hoy son zapatillas, ya no vemos más zapatos de cuero, todo es material sintético y no siempre tan bueno. Cuando el cemento no pega, hay que coser, así se llevan algo bien fuerte”.

En el piso, la mesa, los estantes, los zapatos que se multiplican como hormigas en fila. “Cada tanto saco tandas de pares, porque hay algunos que los dejan y nunca vienen a buscarlos”.

En las paredes cuelgan pósters del ‘80, almanaques y papeles escritos a mano con algunos precios, clavos que hacen de percheros improvisados y muchos estantes dejan entrever en el fondo el verde de las paredes manchadas de humedad.

“Diez horas trabajo, hay días que doce. Es que hacer este trabajo cuando uno es joven no es lo mismo que ahora, todo me lleva más tiempo y tiene que quedar tan bien como antes. Igual arreglos voy a hacer siempre, o bueno, hasta que vea. Un zapatero que no ve, no puede hacer este trabajo, que está en el detalle de dejar como nuevo a lo que viste los pies”.


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