También me quedé huérfano de mermeladas cuando murió mi mamá

Nacho y su tío Gustavo en la búsqueda del legado de la abuela Susana. Otro texto maravilloso para compartir.

También me quedé huérfano de mermeladas cuando murió mi mamá

Nacho y su tío Gustavo en la búsqueda del legado de la abuela Susana. Otro texto maravilloso para compartir.

También me quedé huérfano de mermeladas cuando murió mi mamá

Nacho y su tío Gustavo en la búsqueda del legado de la abuela Susana. Otro texto maravilloso para compartir.

Por Gustavo Scattareggia

Cuando murió mamá quedé entre otras cosas, huérfano de mermeladas y ahora busco proveedores, con suertes diversas. Será esa cosa masiva y en serie que tiene hacer dulces que me impide encararlo como iniciativa culinaria pero extraño todas las variedades locales aunque la más preciada es el dulce de alcayota de su San Juan natal (yo mismo nací en esa provincia improbable). Mi abuelo “el Label” enviaba una encomienda con esa fruta extrañísima e incomible y la Susy (ese era su alias sanjuanino), lo convertía en uno de los delicatessen menos conocidos de nuestro país. Tiene una sabor que no se parece a nada con una textura de hilos sedosos que lo hace ideal para acompañarlo con quesos, nueces o almendras. Saborearlo con un buen café se convierte en uno de esos rincones en que la vida es perfecta.

Dulce de alcayota y queso. Ahora compro la versión comercial catamarqueña de este delicatessen norteño.

Susana nos dejó costumbres irresolutas; un montón de recetas irremplazables que yo asumí ejecutar en tono “destino irrevocable”: los fideos y ñoquis caseros, Lemon Pie, las empanadas, la paella, la sopa de verdura, humitas, “la” tarta de cebolla y queso (dios, dónde está esa receta?!!!) y semitas. Esa búsqueda (que es en parte una neurosis) es anterior a la muerte de mamá y era también una competencia no declarada para rasguñar su trono de reina que ella pasó directamente a su nieta. Así somos: carne de diván.

Humita: la hice por primera vez hace 20 años y me salió mejor que ahora. Un resbalón…

Esa máquina es un icono setentoso que supe heredar.

Un ritual de los últimos años nos reunía el sábado por la mañana para cocinar juntos. En algún momento Susana me enseñó a hacer la paella madrileña de su madre y la Chiquita, mi abuela, aprobó con un gesto mínimo pero terminante la ejecución de ese plato maravilloso acentuando que el punto del arroz estaba perfecto (un punto crítico de la paella).

Con la Su, cocinando un sábado por la mañana. Alrededor andaban sus tres nietos.

Susana tenía un espíritu docente más sensible que la Chiquita, que perdía la paciencia en los tres segundos en los que me veía operar un cucharón con torpeza; Tenía que ver, estoy seguro, el machismo con que la Chiquita abrumaba sus días e íntimante asumía que todo hombre era un inútil en la cocina. Susana intentó escapar a ese sino de piedra y siendo yo un púber me disciplinó a que dejara la cocina limpia y ordenada cuando hacía unos simples ravioles con crema usando catorce ollas. Superada la prueba de la paella me entendí un cocinero fogueado que no tenía límites.

A esa soberbia, Susana me respondía con recetas nuevas que veía en libros o en televisión y que ejecutaba con experiencia. El rito implicaba un debate sobre las posibilidades de la nueva preparación en cuanto a ejecución y formas de combinarlo. Si yo hacía unos spaguetti con mariscos, Susana hacía unas almejas al vapor. Si yo hacía un pollo al ajo ella sacaba en un ratito unas cebollas de verdeo acarameladas, así como al pasar y dejaba en claro que me tenía de hijo.

¿No es fascinante este plato?

Unas almejas al vapor sacadas de la galera y cebollas acarameladas. Basta mamá…

No estoy solo en esta empresa improbable de rescatar las recetas de Susana; me acompaña mi sobrino Nacho que tiene para la cocina una intuición arrolladora; Su madre, mi hermana Pau, ha tenido el tino de enviarlo a una escuela de cocina para chicos y desde entonces se mueve en una cocina con naturalidad y sensibilidad.

Nacho hizo un curso de cocina y me sorprendió con unos ñoquis. Eso solo

para empezar.

La semita es una tortita con chicharrones poco común en nuestra región pero que es cosa de todos los días en Cuyo. “Semita” es en realidad un sanjuaninismo y como tal es excecrable en Mendoza o directamente desconocida en San Luis o cualquier otra provincia del norte en donde se conozca la tortita con chicharrones. La versión de mi abuela, la Chiquita Valenzuela, ha sido continuada perfectamente por su hija, “La Susy”, mi madre.

Postergué la asunción de ese mandato, creo yo, porque he temido suceder el recuerdo de las semitas de mamá y la chiquita, con una versión corrompida de esa maravillosa mezcla de harina y grasa. Porque las semitas son eso: un gancho izquierdo al mentón del nivel de colesterol al que es imposible resistirse. Una tarde nos decidimos y pasé a buscar a Nacho por el cole; compramos medio kilo de grasa vacuna en la carnicería: una de buena calidad de color más bien blanco.

Chicharrones (pedacitos de grasa tostada) y grasa líquida.

Todo eso va a parar a la masa para producir una simplísima forma de la felicidad.

Nacho se encargó de hacer la masa que no difiere en nada a la de pan mientras yo tiraba pedazos de grasa en una sartén de aluminio para hacer los chicharrones. Al ser la primera vez fue este un proceso definido por la ansiedad; no teníamos claro si lo estábamos haciendo bien, pero en un momento los pedazos de grasa se tostaron flotando en un nivel de grasa derretida. Esa promiscuidad la mezclamos con la masa que Nacho ya tenía lista. Amasamos (Nacho amasó) y dejamos leudar. Con el horno caliente metimos bollitos aplastados de semitas en una fuente de chapa y en menos de 40 minutos estábamos merendando esa maravilla. Estábamos felices.

Un cover de las semitas de la Su y la Chiquita By Nacho y Gus.


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