Transiciones en Argentina, un desafío a la lógica

La clase política argentina no logra salir de los lugares que la han hundido en el desprestigio. Un repaso por los cambios de mandato en democracia revela un accionar a menudo carente de racionalidad que deriva en persistentes crisis económicas y sociales.

Fue en este diario, el domingo 19 de mayo del 2002. Y fue en el marco de la implosión política, económica, social que había arrasado los sueños de poder. “El sueño eterno”, definirá en un muy dinámico libro Joaquín Morales Solá aquel sangriento final.

Aquel día en estas páginas se dijo: “Hay algo de fascinante en la política argentina de estos tiempos”, sobre la que costaba hablar de cara a “millones de seres sometidos por un presente de angustia. Y por un futuro que no saben cómo los tratará”, se acotó. “La política argentina no desencaja de los lugares habituales que la llevaron a su desprestigio. Entonces, lo que produce la política no alcanza ni siquiera la categoría de resultados heterogéneos y desiguales. Aquí, mucho de la política se decide desde un escalón anterior a lo lógico”.

Nada ha cambiado. Entre aquella crisis y la presente, cada una con sus características, perfiles, etc., nada mudó en términos de definir política desde el poder. Juicio que alcanza incluso a la suerte corrida por la administración Alfonsín, el inicio de la transición democrática. O procesos anteriores.


Fascina que Raúl Alfonsín se convenciera de que Argentina era un “global player” internacional, mientras el déficit fiscal y la inflación demolían el país.


Es por esa pertinaz e inveterada determinación a decidir desde un “escalón anterior a lo lógico” que fascina la política argentina. Fascinación que gesta historia fiera, claro. Lo alógico es la forma más habitual de gestionar que le imponen las dirigencias. Parece incluso no aventurado recordar aquella reflexión de Michel Foucault en su “Historia de la locura”: “Por todos lados, la locura fascina al hombre. Las imágenes fantásticas que hace nacer no son apariencias fugitivas que desaparecen rápidamente de la superficie de las cosas”. Mucho de todo esto es la historia política de Argentina.

Fascina que un general trasnochado con un almirante como socio _Leopoldo Galtieri y Elbio Anaya – imaginaran que Inglaterra se dejaría sin reaccionar violar su poder en Malvinas. Basta leer sus declaraciones ante comisiones investigadoras y la justicia, para conocer el disloque desde el cual asumían sus decisiones esos trasnochados del poder.  Y fascina que el grueso de la sociedad argentina les fuera fiel en la consecución de esa aventura. 

Fascina que Raúl Alfonsín se convenciera de que Argentina era un “global player” en el campo internacional, mientras el déficit fiscal y la inflación demolían el país. Alfonsín -por encima de infinitas dignidades con que hizo política- encuadra en la sólida definición de los radicales que da James Neilson en su libro “El fin de la quimera”: “Ellos creen que, de alguna manera, el tiempo siempre soluciona los problemas”. Grave convencimiento.

Fascina que el sistema político permita que Carlos Menem siga siendo senador estando condenado por corrupción. Al explorar el periodo de este riojano cuando fue dueño y señor del destino de los argentinos, fascina la vacuidad de su discurso. “Menem nos revela cómo entiende el arte de la conducción: una técnica para alcanzar el gobierno, en el que los principios, doctrinas o propuestas políticas adquieren un valor meramente instrumental”, dice Eduardo Jozami.

Fascina que Fernando de la Rúa haya declarado en el juicio por la represión y muertes de diciembre de 2001, que se enteró “por televisión”. Y que al construirse la Alianza ese arquitecto de castillos políticos endebles llamado Carlos “Chacho” Álvarez estuviese convencido de que la habilidad política de De la Rúa implicaba “poder fumar bajo el agua”. La confesión está contenida en el libro de Graciela Fernández Meijide sobre la feroz dinámica con que se consumió esa experiencia.

Un De la Rúa que se irá por la canaleta de la historia “devorado por la inacción, una especie de abulia del poder que le impedirá hacerse cargo de los acontecimientos, ausente psicológicamente”, escribirá Eduardo Duhalde en sus memorias.

Días que llevaron al diario “El País” a sentenciar el 14 de abril del 2002: “La desaparición de Argentina sigue su curso”.

Fascina que el matrimonio K fuera sin descanso y a velocidad uniformemente acelerada a buscar los extremos del poder. Siempre por más. Y la corrupción que signó el ejercicio de ese poder. Montos trabajosamente acumulados. Y que se dijera sin rubor que en Argentina hay “menos pobreza que en Alemania”.


Hoy en Buenos Aires, emerge “una zona del pueblo” que muchos desconocían. Y que los asusta.


Fascina que, con telón de fondo de Gilda, la dirigencia macrista machacara por más de tres años, “tenemos equipo”. Y, luego, cómo el mejor equipo en 50 años nos llevó a Primera D, si es que esta existe. Es fascinante que el mentado “cerebro” del poder macrista (Peña) argumente tras “el palazo” de las PASO que “no supimos ver la realidad”. Es decir, lo que está sucediendo por fuera de la carpa que animaba Gilda.

Mauricio y Cristina, un antagonismo que oculta muchos rasgos en común

Fascina el verbo épico de Elisa Carrió: “Me sacarán muerta de Olivos”. Desagradable tarea para Alberto Fernández si llega a presidente. Fascina la similitud entre el verbo épico y descarriado de Elisa Carrió y el del kirchnerismo. Son “primus inter pares”, buscando al otro como enemigo a extirpar. Buenos y malos.

Y fascina recorrer las calles de Buenos Aires en estos días de protagonismo de los movimientos sociales. Mirar los rostros de la clase media y otros planos, esquivando a esos seres que agitan el espacio, lo ocupan. Miradas alimentadas por un interrogante que no se formula, pero está: “¿De dónde salieron?”.

Fue quizá en 1956 cuando el antiperonista más furibundo que tuvo el país, Ezequiel Martínez Estrada, publicó “¿Qué es esto? Catilina”. Pero entre pasión y furia, Martínez Estrada reconoce que Perón reveló “una zona del pueblo que nos parecía extraño y extranjero. El 17 de octubre Perón volcó en las calles céntricas de Buenos Aires un sedimento social que nadie había reconocido”. Y acotará don Ezequiel: “Habíamos hablado mucho de nuestro pueblo. Ya en el himno se lo menciona, pero no lo conocíamos”.

Hoy en Buenos Aires emerge “una zona del pueblo” que muchos desconocían. Y que los asusta, claro. Un susto definido por Jorge Asís con su habitual ironía y entendible soberbia: “Los argentinos nos asustamos de los que producimos”.

En fin, otra fascinante transición argentina. Y entre todas, una que estremece, que juega con nuestro destino como país y alienta su desintegración. Se trata de la singular fascinación del poder y de la dirigencia política por despreciar el valor de la moneda. Porque lo fascinante de la moneda es que a su valor se reduce el poder de un país.


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