La depresión argentina

Por Rolando Bonacchi (Especial para "Río Negro")

La Argentina, que ha vivido en el pasado euforias inconsistentes, ha revertido la experiencia y exhibe, a juicio de todos, un notorio pesimismo.

Los argentinos creían que su camino estaba peraltado hacia el progreso, cuando Ortega y Gasset nos visitara, y aun en la decadencia del atraso persistente e incomprensible de décadas pasadas, el sueño de ser una potencia no nos abandonó.

Durante décadas crecimos tanto como la población, de modo que la situación de estancamiento, unida a la ilusión del destino luminoso, no nos dejó de acompañar, para fraguar la realidad.

El populismo, unido a un nacionalismo introvertido, nos hizo ajenos a la historia de la humanidad en etapas decisivas. Para colmo, desde 1930 hasta 1983 ningún presidente electo cedió el mando a otro democráticamente designado. Y los gobiernos militares prolongaron la hora de la espada que Lugones, un intelectual tan brillante como variable, anunció como la salvación del país en Perú. Vivimos estos últimos años entre el fraude, las asonadas militares, la hegemonía cultural del peronismo en su época de dominación excluyente y la ineptitud de conformar un marco institucional estable.

También el tiempo de la violencia terrorista nos sumió en el espanto de las utopías imposibles, y la réplica cruel del gobierno del Proceso, que nos hizo descender a los límites de lo humano. Tampoco la historia argentina es, desde la Independencia, una sucesión pacífica de esfuerzos.

Por el contrario, la guerra y el exterminio del enemigo fueron siempre una opción persistente. Lavalle, un héroe, ultimó a otro, Dorrego, sintomáticamente cuando San Martín retornaba, y determinó su exilio definitivo.

Como Alberdi, murió en Francia, aunque éste no mereció el recuerdo compartido del filme de Solanas, «El exilio de Gardel», que omite al tucumano. Alem se suicidó camino al Club del Progreso, donde quedaban sus pocos amigos.

Se suicidó también Lugones, el escultor literario de la Argentina de los ganados y las mieses y de la autocracias militares. Lisandro de la Torre, un radical disidente asqueado del fraude y la mediocridad, hizo lo propio. Por aquello de Freud de que toda muerte es un suicidio encubierto, si se rastreara el pasado, cuántos en la decepción y la tristeza se arrojaron a la desilusión de una desaparición anticipada. La Argentina no tiene motivos en el pasado para sentirlo como mejor que el presente.

Tampoco para enseñarles a los jóvenes que toda la iniquidad comenzó en 1976 con el Proceso, y que antes se respiraba el aire incontaminado de la virtud.

La Argentina está triste porque vuelve a sustituir la verdad histórica por la gratificante fantasía de la falsa nostalgia. Por primera vez desde nuestros ancestros, hemos arrancado un siglo con una democracia en funcionamiento y paz interior, con libertad de expresión y garantías individuales. Con una economía razonable, que lleva una década de crecimiento.

Tenemos, es cierto, graves problemas: desocupación y exclusión, pobreza marginal material y espiritual. Pero sumergirse en la impotencia no es la medicina. Como sostenía Chesterton, desde el desenfado de su sacerdote detective y hoy repiten las encuestas irreprochables de los cientistas sociales, sólo el optimismo asegura el desarrollo social.

El suicidio de Favaloro es una respuesta personal. Abierta a la historia y a las interpretaciones culturales más abarcadoras. Pero no es el telón de la historia.


La Argentina, que ha vivido en el pasado euforias inconsistentes, ha revertido la experiencia y exhibe, a juicio de todos, un notorio pesimismo.

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