A falta de Rosas

la semana en san martín

“La sociedad estaba disuelta: perdido el influjo de los hombres que en todo el país son destinados a dar la dirección (…), había llegado aquel tiempo fatal en que se hace necesario el influjo personal sobre las masas, para restablecer el orden y las mismas leyes desobedecidas…” (Juan Manuel De Rosas. Mensaje de los gobernadores, 1835; citado en “Rosas”, de John Lynch). Aquel estanciero sigue encendiendo polémicas, pero no cabe duda de que fue un hombre producto de su momento histórico, que le dio primero la suma del poder, luego el terror, la derrota y el exilio. Hoy, tiempo y circunstancias son incomparables. Pero en proporción infinitesimal, varios de los asambleístas que asistieron enojados a la sesión del Concejo Deliberante para exigir que se acaben las tomas de tierras en la ciudad, buscaban, acaso sin proponérselo de modo explícito, algo parecido a lo que se pedía a Rosas: retorno a la ley, arbitrio de intereses, pacificación y liderazgo. Ocurre que en un país dado al personalismo como la Argentina, resulta tentador confundir liderazgo con caudillismo, y al caudillo con el jefe capaz de pegar cuatro gritos para mantener la ley y la paz. Ese perfil de caudillo es ejecutivo pero dictatorial. No admite el disenso, sin perjuicio de que tenga legitimidad electoral y siga las formalidades democráticas en clave de charada. Ese caudillo entiende la realidad sólo desde una mirada: la suya o la de los suyos, y ejerce el poder con crudeza para imponerse. A lo sumo sólo tolera matices si no le hacen perder tiempo. El liderazgo, en cambio, apunta a influir conforme una orientación, y el líder lo hace sin desdeñar el ejercicio concreto del poder, pero también sin callar las ideas contrarias. Las transforma en combustible beneficioso para el conjunto. El caudillismo exige sólo un caudillo. El liderazgo puede ser compartido. El lector encontrará estudios sobre liderazgo. Pero aquí se trata de apuntar que el líder debe saber moverse en la diversidad de intereses, haciendo respetar la ley pero entendiendo las circunstancias que hagan prevalecer el bien común. Numeroso público asistió a escuchar a los concejales, convocados por el intendente Fernández para fijar posición sobre las usurpaciones en San Martín. La tribuna fue pródiga en interrupciones, en oportunidades con consignas cercanas al “que se vayan todos”. Hasta se pidió al intendente que encabezara una misión para “hablar con el juez”, como si se hubiere naturalizado que es lícito influir desde la política en la justicia. Hubo oradores con racionalidad superadora, pero hubo otros empacados desde estratos claramente diferentes: los usurpadores y los propietarios. Tuvieron, eso sí, el tino de decirse respetuosos de los padecimientos del otro, pero en sus palabras dejaban traslucir mutuo prejuicio. La violencia esa sesión no estuvo en los hechos, estuvo en el verbo. Dos ejemplos. Hubo quienes fustigaron al intendente por llevar cisternas a la toma de ruta 48, como si facilitarles la higiene a decenas de pibes fuese una claudicación. Es como decir: yo sé que son pobres pero a ellos ni agua, así se van estos “okupas”. El delito no justifica la deshumanización. Del otro lado no faltaron quienes echaron en cara a estos el ser propietarios lindantes a las tomas: “Si hubieran ocupado en La Islita uno de los enclave humilde) ustedes no estarían protestando”. Es como decir que la condición social justifica el arrebato y la anomia. A un caudillo con suma de poder le resultaría fácil resolver el conflicto. Pero lo haría a los codazos y dejando abiertas las heridas. El líder debe consensuar y conducir. La solución del caudillo dura lo que dura su caudillaje. La solución del líder le continúa. En medio de la conmoción, decida cada uno qué necesita la ciudad.

fernando bravo rionegro@smandes.com.ar


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