A la espera de un milagro

Por James Neilson

Las épocas de angustia en las que una sensación de impotencia se apropia de comunidades enteras suelen resultar provechosas para los muchos que dicen estar en condiciones de conseguir la ayuda de fuerzas sobrenaturales. Como saben los jerarcas de las religiones organizadas, no hay nada mejor que el peligro para llenar las iglesias, sinagogas, mezquitas y templos hindúes o para convertir a escépticos desdeñosos en creyentes provisionales. También se ven favorecidos por el clima los autónomos, por llamarlos así, que operan al margen de los cultos considerados respetables y que, recordando a los preocupados que a través de la historia los resultados logrados por las instituciones establecidas han sido decepcionantes, ofrecen alternativas que juran serán más eficaces derivadas de la sabiduría de los egipcios de varios milenios atrás, de los dioses nórdicos y druidas celtas o, si quieren ser «modernos», de los mensajes recibidos desde civilizaciones hiperavanzadas ubicadas en alguna región del espacio exterior o incluso en otra dimensión.

Así las cosas, no extraña que conforme a los entendidos la Argentina esté disfrutando una suerte de revival religioso ni que, según parece, las más beneficiadas hayan sido las iglesias tradicionales que, se supone, son más serias que las nuevas. Sin embargo, la manifestación más llamativa del deseo de tantos de emigrar desde este valle de lágrimas hacia un lugar más acogedor consiste no en el interés renovado por la intercesión divina, sino en la campaña multitudinaria contra «el ajuste» en la que están participando casi todos los políticos, entre ellos los más destacados, sindicalistas, piqueteros, clérigos de distintas confesiones, intelectuales progresistas y, es de suponer, millones de personas inclasificables. Esta muchedumbre se opone al ajuste como tal: no quiere que nadie en ninguna parte, salvo algunos banqueros, vea reducidos sus haberes. Tal pretensión tiene una explicación: si los luchadores de un sector determinado aceptaran que un ajuste es inevitable pero que otros deberían pagarlo, el movimiento «solidario» que se ha confeccionado se estrellaría en mil pedazos. Con todo, en este contexto el que sea más satisfactorio juntarse que dispersarse sólo confirma algo ya conocido, que a los más les es incomparablemente más atractivo compartir una ilusión con «todos», de lo que sería romper filas por encontrarla absurda o perversa.

El rencor que muchos sienten puede entenderse. No es grato en absoluto descubrir que el país -o, por lo menos, la parte del país que le corresponde a cada uno- realmente es más pobre de lo que uno había supuesto y que en consecuencia será necesario ajustarse personalmente a esta realidad deprimente. Lo que no es tan fácil entender, en cambio, es la idea de que sea posible modificar la situación mediante protestas callejeras, discursos encendidos, paros, gobiernos de unidad nacional y fallos judiciales, expedientes que, huelga decirlo, no agregarán un solo centavo a los recursos disponibles. Por el contrario, de dedicarse demasiadas personas a tales actividades, ellos se verán todavía más reducidos.

Tal y como ocurre con las confesiones religiosas grandes y pequeñas, con los cultos a la vez novedosos y extravagantes o con los negocios creados por taumaturgos solitarios, habrá algunos que están auténticamente convencidos de la verdad de lo que están proponiendo y otros que no se dejan inquietar por detalles tan triviales. Desde luego que distinguir entre los sinceros y los farsantes nunca ha sido muy fácil, pero en esta ocasión como en tantas otras es de suponer que la mayoría de los militantes de pie de esta cruzada incluye a muchos que si bien no son fanáticos irremediables de la causa quisieran que triunfara y que entre los dirigentes hay más oportunistas que crédulos. Al fin y al cabo, es razonable dar por descontado que los políticos son por lo común personas bastante inteligentes y la experiencia les habrá enseñado que los recursos financieros no son inagotables. Además, a esta altura deberán comprender que les conviene mantener los pies bien plantados sobre la tierra, exigencia ésta que acaso no inquieta a ningún intelectual que se precie porque el mundo suyo es un tanto más abstracto.

El ajuste, es decir, la política de déficit cero a la que el gobierno se ha aferrado supone el reconocimiento de que la Argentina ha de manejarse dentro de los límites que le han fijado «los mercados». En cambio, la guerra contra el ajuste se basa en el presupuesto de que siempre y cuando la voluntad popular sea lo suficientemente fuerte es posible, tal vez relativamente sencillo, pulverizar los límites para irrumpir en un universo infinitamente más elástico que éste, en el que todos puedan gozar de cuánto crean merecer y la tarea del gobernante consista exclusivamente en repartir la riqueza. ¿Es racional esta convicción? Claro que no. Todo organismo, desde el microbio más pequeño hasta la entidad supranacional más portentosa, está sujeto a las leyes de la matemática, y mal que nos pese el Estado argentino no constituye una excepción. Por mucho que protesten los resueltos a defenderlo contra todas las amenazas habidas y por haber, tendrá que aceptar que existe un límite físico a la cantidad de dinero que pueda conseguir.

¿Son tan limitados los recursos como dicen los voceros del ministro de Economía y el grueso de los economistas profesionales? Por ahora, parecería que sí. Lo que es peor, todo hace pensar que cuánto más los cruzados se resistan a respetar los límites, más estrechos éstos se harán, mientras que si abandonaran su lucha, afirmándose dispuestos a conformarse con muy poco, no tardarían en ampliarse. Es que el movimiento que han puesto en marcha tantos líderes nacionales no podría ser más contraproducente. En lugar de asegurarle al país más dinero, sólo sirve para privarlo de una proporción creciente de lo que ya tiene, lo cual significa que muy pronto este gobierno o cualquier sustituto concebible se verá constreñido a ordenar un nuevo ajuste más brutal que el anterior y entonces otro y después otro más.

Conscientes de esta realidad, muchos opinan que «no hay salida» para la Argentina. Si buena parte de la clase dirigente sigue insistiendo en embestir contra los límites como toros furibundos, emitiendo bufidos de rabia y pidiendo a los demás hacer lo mismo, quienes dicen pensar de este modo están en lo cierto: no sólo no habrá salida, sino el corral en el que están atrapados se achicará cada vez más. Para que las puertas se abran, será forzoso convencer al mundo exterior de que en adelante el país respetará al pie de la letra todas las reglas, tanto las explícitas como las tácitas, actualmente imperantes. Ya no bastarán los compromisos verbales, porque en este ámbito su trayectoria ha sido lamentable. Tampoco serviría que el Congreso aprobara nuevas leyes. Mientras no se dé la seguridad de que el país en su conjunto se haya despedido para siempre del voluntarismo irracional, los de afuera continuarán siendo reacios a arriesgarse prestándole dinero.

Estamos frente a una situación paradójica. En el fondo, el «ajuste» no se debe a una decisión del gobierno de podar el gasto público: antes bien, «luchó» infructuosamente contra esta eventualidad. Es consecuencia de la impresión generalizada de que nadie aquí tenía el más mínimo interés en frenar su crecimiento. En última instancia, pues, los artífices de los recortes no se llaman Fernando de la Rúa, Chrystian Colombo, Domingo Cavallo, Ricardo López Murphy, el FMI y la banca acreedora sino Raúl Alfonsín, Leopoldo Moreau, Eduardo Duhalde, Carlos Ruckauf, Hugo Moyano, Rodolfo Daer, además de una aglomeración heterogénea de activistas políticos, pensadores, lobbistas empresariales, eclesiásticos y juristas. Toda vez que éstos logran anotarse un par de puntos, los límites del campo en el que el país ha de manejarse se hacen más angostos y por lo tanto el próximo ajuste será más severo y las protestas más indignadas. En cambio, de difundirse la sensación de que estarían por imponerse los criterios esgrimidos por los integrantes más responsables del gobierno, la presión financiera disminuiría, los prestamistas locales y extranjeros confiarían un poco más en que un día podrían recuperar su dinero, el país se desahogaría y los ajustes repentinos que provocan tantos revuelos ya no le serían exigidos.


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