A orillas del Rubicón
Todo político sabe que, para ser poderoso, es necesario convencer a los demás de que uno sí lo es. Aunque los resultados de las elecciones legislativas del año pasado les indicaron que habían perdido el apoyo de buena parte de la ciudadanía, los Kirchner optaron por seguir gobernando como si su “hegemonía” estuviera intacta. De haber sido cuestión de nada más que un revés pasajero del tipo que suelen sufrir los gobiernos en elecciones parciales, la táctica elegida podría haberles servido para recuperarse, ya que lo que llaman el rejunte opositor no impresionaba a nadie, pero desgraciadamente para ellos parecería que la escasa fe que tantos sienten en la capacidad de una eventual alternativa al kirchnerato para asegurar la gobernabilidad no será suficiente como para permitirles conservar el poder más allá de diciembre del año que viene. Al difundirse por el mundillo político la sensación de que el ciclo kirchnerista está acercándose a su fin, son cada vez menos los dispuestos a comprometerse con el gobierno. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su marido están quedándose solos. Es por eso que tuvieron que confiar la tarea de preparar la investigación de los orígenes de la empresa Papel Prensa al ya plenamente ocupado secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, y la ex interventora del Indec, Beatriz Paglieri, dos personajes cuyo prestigio está por los suelos. Un gobierno realmente fuerte hubiera convocado a docenas de juristas respetados para asegurar que contara con toda la información, y todos los argumentos legales, precisos para desarmar a los críticos en potencia, pero los Kirchner no pudieron hacerlo, con el resultado de que lo que recibieron fue, según el político más “nacional y popular” del país, Pino Solanas, “un mamarracho”. Para desacreditarlo, los representantes de Clarín y La Nación no tuvieron que decir nada. Les bastó con dejar hablar a las supuestas víctimas de una extorsión que, de haber existido, sería monstruosa, los miembros sobrevivientes de la familia del difunto financista David Graiver. Según ellos, vendieron sus acciones de Papel Prensa bien antes de que fueran secuestrados por esbirros de la dictadura militar y por lo tanto es ridículo dar a entender que se vieron obligados a hacerlo por torturadores instigados por los directivos de los dos diarios más influyentes de la Capital Federal. Se puede acusar a dichos medios de haber tenido una postura complaciente, rayana con la complicidad, para con un régimen cruel, pero sucede que en aquel entonces buena parte de la sociedad se preocupaba menos por los métodos empleados por los militares que por el peligro planteado por las bandas terroristas. Andando el tiempo la mayoría modificaría su actitud, pero ya sería tarde. De todos modos, Moreno, Paglieri y sus colaboradores no lograron descubrir evidencia de que los hombres de Clarín y La Nación cometieron delitos. A pesar de los estragos causados por décadas de inoperancia económica, la Argentina sigue siendo un país relativamente sofisticado. Torpezas que en otras latitudes podrían considerarse rutinarias aquí se ven repudiadas no sólo por los defensores de intereses creados bajo amenaza sino también por quienes preferirían que las autoridades de turno guardaran ciertas formas. Es tan así que, según se dice, muchos funcionarios del gobierno mismo se sienten desconcertados por la manera llamativamente desprolija con que los Kirchner han manejado un asunto que, como debieron de haber previsto, provocaría una reacción nacional e internacional muy fuerte. Si no estuviera tanto en juego, el episodio motivaría más risas que preocupación. Por su forma a un tiempo groseramente agresiva y nada profesional de actuar, el gobierno se las ha ingeniado para enojar a todos salvo los resueltos a acompañarlo hasta la salida pase lo que pasare. Con contadas excepciones, los empresarios, antes tan dóciles, lo han abandonado a su suerte; saben que podrían ser blancos de represalias, pero estiman que les sería aún más costoso verse vinculados con personas de perspectivas tan inciertas como las enfrentadas por los Kirchner. La experiencia les ha enseñado lo riesgoso que es hacer arreglos con gobernantes que con toda seguridad se verán acusados de perpetrar un sinnúmero de actos de corrupción. También apuestan a que no les será dado “profundizar el modelo”, razón por la que pueden darse el lujo de alejarse del poder político por un rato y esperar a que no les ocurra nada grave. Por razones similares, muchos jueces estarán menos dispuestos que antes a darles a “los pingüinos” el beneficio de la duda. A juzgar por lo que están diciendo, los dirigentes opositores más destacados han llegado a la conclusión de que no les cabe más opción que la de cerrar filas para impedir que un gobierno en decadencia que a menudo parece presa del pánico cause daños irreparables al país. No sorprendería demasiado que en los próximos días se reflotara la idea de someter a la presidenta Cristina a un juicio político por haber, a juicio de diputados de distintas agrupaciones, mentido descaradamente, en un intento de inventar pretextos para acusar a los CEO de Clarín y La Nación de crímenes de lesa humanidad. Por razones comprensibles, hasta los más indignados por lo que están haciendo los Kirchner son reacios a promover medidas “destituyentes”, pero algunos estarán listos para aceptar el desafío planteado por un gobierno que parece decidido a forzarlos a elegir entre un “modelo” alocadamente autoritario por un lado y una democracia más o menos normal, una en que se respeten las reglas institucionales, por el otro. ¿Cómo terminará este “relato” que estamos viviendo? De tomarse en serio las advertencias formuladas por los líderes opositores más vehementes, los Kirchner acaban de pasar el Rubicón para internarse en una zona nada democrática, lo que obligará al resto de la sociedad a elegir entre resignarse a una etapa quizás prolongada de autoritarismo arbitrario y encontrar el modo de hacerles retroceder. Todo sería más sencillo si las próximas elecciones presidenciales estuvieran a dos o tres meses de distancia, pero sucede que, siempre y cuando se mantenga inalterado el calendario constitucional, tendrá que transcurrir más de un año, uno que, de estar en lo cierto los dirigentes opositores, está destinado a ser muy pero muy convulsivo.
JAMES NEILSON
SEGúN LO VEO
Todo político sabe que, para ser poderoso, es necesario convencer a los demás de que uno sí lo es. Aunque los resultados de las elecciones legislativas del año pasado les indicaron que habían perdido el apoyo de buena parte de la ciudadanía, los Kirchner optaron por seguir gobernando como si su “hegemonía” estuviera intacta. De haber sido cuestión de nada más que un revés pasajero del tipo que suelen sufrir los gobiernos en elecciones parciales, la táctica elegida podría haberles servido para recuperarse, ya que lo que llaman el rejunte opositor no impresionaba a nadie, pero desgraciadamente para ellos parecería que la escasa fe que tantos sienten en la capacidad de una eventual alternativa al kirchnerato para asegurar la gobernabilidad no será suficiente como para permitirles conservar el poder más allá de diciembre del año que viene. Al difundirse por el mundillo político la sensación de que el ciclo kirchnerista está acercándose a su fin, son cada vez menos los dispuestos a comprometerse con el gobierno. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su marido están quedándose solos. Es por eso que tuvieron que confiar la tarea de preparar la investigación de los orígenes de la empresa Papel Prensa al ya plenamente ocupado secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, y la ex interventora del Indec, Beatriz Paglieri, dos personajes cuyo prestigio está por los suelos. Un gobierno realmente fuerte hubiera convocado a docenas de juristas respetados para asegurar que contara con toda la información, y todos los argumentos legales, precisos para desarmar a los críticos en potencia, pero los Kirchner no pudieron hacerlo, con el resultado de que lo que recibieron fue, según el político más “nacional y popular” del país, Pino Solanas, “un mamarracho”. Para desacreditarlo, los representantes de Clarín y La Nación no tuvieron que decir nada. Les bastó con dejar hablar a las supuestas víctimas de una extorsión que, de haber existido, sería monstruosa, los miembros sobrevivientes de la familia del difunto financista David Graiver. Según ellos, vendieron sus acciones de Papel Prensa bien antes de que fueran secuestrados por esbirros de la dictadura militar y por lo tanto es ridículo dar a entender que se vieron obligados a hacerlo por torturadores instigados por los directivos de los dos diarios más influyentes de la Capital Federal. Se puede acusar a dichos medios de haber tenido una postura complaciente, rayana con la complicidad, para con un régimen cruel, pero sucede que en aquel entonces buena parte de la sociedad se preocupaba menos por los métodos empleados por los militares que por el peligro planteado por las bandas terroristas. Andando el tiempo la mayoría modificaría su actitud, pero ya sería tarde. De todos modos, Moreno, Paglieri y sus colaboradores no lograron descubrir evidencia de que los hombres de Clarín y La Nación cometieron delitos. A pesar de los estragos causados por décadas de inoperancia económica, la Argentina sigue siendo un país relativamente sofisticado. Torpezas que en otras latitudes podrían considerarse rutinarias aquí se ven repudiadas no sólo por los defensores de intereses creados bajo amenaza sino también por quienes preferirían que las autoridades de turno guardaran ciertas formas. Es tan así que, según se dice, muchos funcionarios del gobierno mismo se sienten desconcertados por la manera llamativamente desprolija con que los Kirchner han manejado un asunto que, como debieron de haber previsto, provocaría una reacción nacional e internacional muy fuerte. Si no estuviera tanto en juego, el episodio motivaría más risas que preocupación. Por su forma a un tiempo groseramente agresiva y nada profesional de actuar, el gobierno se las ha ingeniado para enojar a todos salvo los resueltos a acompañarlo hasta la salida pase lo que pasare. Con contadas excepciones, los empresarios, antes tan dóciles, lo han abandonado a su suerte; saben que podrían ser blancos de represalias, pero estiman que les sería aún más costoso verse vinculados con personas de perspectivas tan inciertas como las enfrentadas por los Kirchner. La experiencia les ha enseñado lo riesgoso que es hacer arreglos con gobernantes que con toda seguridad se verán acusados de perpetrar un sinnúmero de actos de corrupción. También apuestan a que no les será dado “profundizar el modelo”, razón por la que pueden darse el lujo de alejarse del poder político por un rato y esperar a que no les ocurra nada grave. Por razones similares, muchos jueces estarán menos dispuestos que antes a darles a “los pingüinos” el beneficio de la duda. A juzgar por lo que están diciendo, los dirigentes opositores más destacados han llegado a la conclusión de que no les cabe más opción que la de cerrar filas para impedir que un gobierno en decadencia que a menudo parece presa del pánico cause daños irreparables al país. No sorprendería demasiado que en los próximos días se reflotara la idea de someter a la presidenta Cristina a un juicio político por haber, a juicio de diputados de distintas agrupaciones, mentido descaradamente, en un intento de inventar pretextos para acusar a los CEO de Clarín y La Nación de crímenes de lesa humanidad. Por razones comprensibles, hasta los más indignados por lo que están haciendo los Kirchner son reacios a promover medidas “destituyentes”, pero algunos estarán listos para aceptar el desafío planteado por un gobierno que parece decidido a forzarlos a elegir entre un “modelo” alocadamente autoritario por un lado y una democracia más o menos normal, una en que se respeten las reglas institucionales, por el otro. ¿Cómo terminará este “relato” que estamos viviendo? De tomarse en serio las advertencias formuladas por los líderes opositores más vehementes, los Kirchner acaban de pasar el Rubicón para internarse en una zona nada democrática, lo que obligará al resto de la sociedad a elegir entre resignarse a una etapa quizás prolongada de autoritarismo arbitrario y encontrar el modo de hacerles retroceder. Todo sería más sencillo si las próximas elecciones presidenciales estuvieran a dos o tres meses de distancia, pero sucede que, siempre y cuando se mantenga inalterado el calendario constitucional, tendrá que transcurrir más de un año, uno que, de estar en lo cierto los dirigentes opositores, está destinado a ser muy pero muy convulsivo.
Registrate gratis
Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento
Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Comentarios