Acerca del financiamiento universitario

Por Roberto Luis Rulli

Se ha puesto en estos días sobre el tapete la discusión sobre el financiamiento de las universidades del Estado a partir de una propuesta del Ministerio de Educación de la Nación.

Más allá de los detalles y características de la implementación, es de por sí positivo dar este debate.

Por supuesto y como era de esperarse, ha generado una ola de críticas y protestas que incluso llegaron hace unos pocos días a que un joven dirigente estudiantil de la Universidad del Comahue, en un acto de irrespetuosa desubicación y prepotencia, volcara una copa de helado sobre el ministro, excediendo totalmente su derecho a «peticionar ante las autoridades». Habrá quienes consideren a este vergonzoso accionar el «non plus ultra» de una militancia heroica, o quienes lo disculpen como un exceso adolescente. Lo cierto es que se trató de un acto de intolerancia con alto contenido autoritario y antidemocrático de quienes no pueden o no quieren librar la discusión en el campo de las ideas, quizás por carecer de argumentos suficientemente sólidos más allá de las vagas consignas emotivas pero escasas de contenidos. Fue una agresión a un ministro que lo único que hizo fue una propuesta a discutir.

Hay mucha hipocresía y falsa demagogia interesada alrededor de este tema, que creo debiera ser tratado con mayor rigor y honestidad intelectual.

Las universidades nacionales se financian con el Presupuesto Nacional, cuyos recursos provienen de los impuestos que paga la sociedad. Los principales ingresos provienen de los impuestos al consumo, fundamentalmente el IVA, que todos pagamos cuando adquirimos cualquier bien o abonamos cuando usamos algún servicio, sin distinción entre pobres y ricos.

Cuando una madre de una familia humilde compra un paquete de fideos o de arroz o cuando un trabajador adquiere un atado de cigarrillos está pagando un impuesto exactamente igual que el que tributa por la misma compra un señor adinerado. Es aceptado generalmente que los impuestos al consumo son de carácter regresivo e injustos porque no significan una transferencia de recursos de los sectores más pudientes hacia el resto, sino justamente lo contrario.

Una parte de esos tributos va al presupuesto de las universidades.

En general los sectores sociales más desposeídos no tienen acceso a la universidad (ni siquiera lamentablemente pueden concluir su escolaridad básica), mayoritariamente los estudiantes de las universidades públicas pertenecen a los sectores medios y medios altos.

Los estudiantes que por diversos motivos, seguramente fundados y muy respetables, prolongan sus estudios o cambian de carrera o lamentablemente se ven obligados a abandonar sus estudios, significan un sobrecosto para la universidad, que incrementa sus necesidades de recursos ya que los excesos de matrícula o la sobrepermanencia implican más horas docentes, más disponibilidad de espacios, o mayor estructura administrativa, entre otros insumos.

La gratuidad absoluta es entonces, en mi humilde entender y en las circunstancias actuales, un ejemplo de «solidaridad inversa» y, creo sinceramente, esencialmente injusta ya que incluso resta recursos a la educación básica, primaria y media, que sí debe ser gratuita para procurar ser cada día más un elemento de igualación social.

No hay duda de que la educación en general, y especialmente la universitaria, es una inversión que generará rentabilidad social a futuro. No es menos cierto que vista desde los estudiantes o sus familias también es una inversión que les posibilita acceder a un título profesional que les permitirá en su vida laboral tener mejores ingresos y nivel de vida.

La propuesta para discutir no significa un arancel ni una cuota cuyo carácter coercitivo consista en que el no pago impida la continuidad de los estudios, sino una carga impositiva relativamente baja a aquellos cuyos ingresos superan la media de la Argentina actual. Es sustancialmente distinto.

Un grupo familiar cuyos ingresos mensuales superan los tres mil pesos puede seguramente hacer una relativamente pequeña contribución solidaria por tener sus hijos estudiando en la universidad pública. A lo sumo significaría que sus hijos limitarán algún gasto suntuario seguramente prescindible.

La pregunta sería entonces si es justa una universidad gratuita sostenida con los recursos de todos, incluyendo y hasta me atrevería a decir que mayoritariamente a los más pobres, para los que por su nivel de ingresos pueden colaborar solidariamente.

¿No sería más justo, solidario y hasta progresista que se pudiera tener una mejor y mayor cobertura por becas para aquellos que realmente no pueden solventar sus estudios?

Eso no significa ni destruir la universidad pública ni privatizarla. Por el contrario, creo que continuar sin alcanzar el suficiente nivel de excelencia es la verdadera destrucción y sólo favorece a aquellos que pueden pagarse sus estudios en las universidades privadas, profundizando la brecha social.

Puede disentirse con la propuesta ministerial, incluso personalmente me inclino por un sistema que gravara las actividades profesionales futuras de los egresados como una forma de devolución solidaria, pero no puede dejar de debatirse con seriedad, altura y rigor y sin caer en el recurso fácil de la descalificación.

Estimo que los sectores políticos que se autotitulan «progresistas» y hasta aquellos que desde las posiciones más extremas se autoadjudican la defensa de la «clase obrera» deberían revisar sus posturas y preguntarse si en realidad no están defendiendo un privilegio para aquellos que pueden solventar (casi me atrevería a decir con cierta comodidad) una parte mínima de los costos de sus estudios para posibilitar una mejor educación y mayores posibilidades de acceso para aquellos que realmente no pueden.

Coincidiríamos absolutamente en la justicia de la gratuidad si el sistema tributario fuera otro en el que pagaran los más poderosos. Tal vez ésa debiera ser la discusión.

Pienso que sería muy útil que los distintos sectores políticos y sociales se expresaran respecto de la propuesta del Ministerio de Educación de la Nación sin medir réditos electorales ni conveniencias y sin apelar a recursos bajos de fácil adhesión «seudopopular».

Estoy seguro de que eso contribuiría mucho a lograr la universidad que nuestro país merece.


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